lunes, 1 de octubre de 2018

Lo que no nos pertenece


Pos me encontré esto en FB y me puse a pensar. Es la barda de la catedral de Puebla - mi ciudad que fue fundada por religiosos españoles para restarle poder a la vecina ciudad náhuatl de Tlaxcala, que no podían invadir descaradamente por ser un señorío aliado, pero cuyo éxito no podían tolerar - y que tiene esa pinta tras una de las recientes marchas demandando la despenalización del aborto entre otras cosas. La nota a la derecha dice "Exiges respeto, pides decidir sobre tu cuerpo, quieres nueva ley del aborto... PERO VANDALIZAS LO QUE NO TE PERTENECE, ¿ASI COMO? *Carita enojada para que se entienda el tono del mensaje*"
Los seres humanos tenemos una larga historia de meternos con lo que no nos pertenece. Dos ejemplos, uno reciente y otro menos reciente, pero importante.
El ex gobernador de Veracruz, Javier Duarte, perpetuó el cáncer de cientos de niños veracruzanos para poder meterse unos millones de pesos  en el bolsillo, metiéndose con lo que no le pertenece: la salud y el dinero del pueblo. Más tarde, el sistema judicial mexicano lo condenó a pagar 58 mil pesos a cuenta de sus robos por miles de millones, metiéndose con algo que no les pertenece: la justicia de la nación.
La iglesia católica apostólica romana, por otro ejemplo, llegó hace quinientos años y obligó a pueblos enteros a "convertirse" a punta de espada y llamarada, a olvidar sus lenguas, a negar su fe, a hacer caso omiso de la violaciones cometidas contra mujeres y niños en los rincones ocultos de las parroquias, a ceder sus tierras para construir iglesias que nadie pidió, a ver la tortura inquisitorial como algo normal, a pagar tributo para que el papa pudiera pagar sus putas y banquetes, a vestir de oro las imágenes de cartón y las estatuas de santas hechas a imagen y semejanza de las amantes de los artistas, por mencionar algunas pocas de sus múltiples formas de meterse con los habitantes de mesoamérica que nunca le enviaron solicitud de amistad al obispo de Roma. Además, claro, de darle el espaldarazo a los ejércitos que cometieron estas faltas a título de los buenos reyes católicos, esos próceres de la humanidad que sólo querían dinero y poder, y de los mercaderes que se adueñaron de los procesos de colonización, otros ángeles que no aspiraban a nada por encima de la riqueza y la posesión. Papas, reyes, soldados y mercaderes, los Nelson Mandela y Mahatma Gandhi del renacimiento. Falta agregar que no sólo nunca ha habido una disculpa por esto, sino que menos aún ha habido un gesto o intención dirigidos a restituir a los herederos de los vencidos por los daños causados.
Teniendo esto en mente, me parece que si quienes hicieron esa pinta para reclamar el derecho al aborto - asumiendo, claro, que no la hayan hecho porros del gobierno para desacreditar al movimiento - de verdad hubieran querido "vandalizar", habrían podido meterse hasta la cocina, entrar a catedral, romper las vírgenes, grafitear los óleos y tallar vulvas en los asientos del coro (cosa que en el fondo complacería a los padrecitos). Pero no hicieron nada de eso. Admito que si lo hubieran hecho, ese lado mío que es magodeozesco y que disfruta cantar la "fiesta pagana", habría gozado de lo lindo, pero, al final, incluso este lado mío - como los autores de la canción y de la pinta - entiende que no debemos comportarnos como si fuéramos la iglesia católica o los gobernantes de México, que debemos colocarnos en un escaño moral superior.
Ahora, este escaño superior no es el de "no meterse con nadie", porque cuando se meten contigo, pues que se chinguen, muera el mal gobierno. El asunto es meterse con el otro, incluso meterse con lo que no nos pertenece, pero meterse del modo correcto. Y un modo correcto de meterse, es el modo simbólico. No vamos a tomar tus tierras, no vamos a destrozar tu teocalli, no te vamos a forzar a que me llames dios, no te vamos a cambiar la quimioterapia por agüita con sal, no vamos a mandar al batallón olimpia ni a los halcones a que te coopten el derecho a respirar. Vamos a pintar de moradito la barda exterior de uno de los símbolo de tu poder y riqueza excesivos. ¡Puta! Qué malos somos, ni Hitler lo habría pensado así. Stalin y sus campos de concentración de Siberia, y la masacre de Rwanda parecen meros pleitos infantiles al lado de esa pinta que ocupa unos veinte centímetros cuadrados de los cientos de metros de superficie que tiene la catedral.
No vamos a tomar lo que no nos pertenece, pero vamos a cuestionarlo colocándole nuestros símbolos en la capa de hasta afuera. Bai de güei, ¿para qué necesitaría la catedral una reja y un muro exterior si no guardara más bienes y poder de los que le reparte a su pueblo?
Yo lo digo primero, el día que la iglesia mexicana le pague a cada mujer un muro portátil  como el de sus catedrales, para protegerlas del acoso y las violaciones, yo voy a ir a grafitear sus muros también. Pero mientras eso no pase y los muros estén donde no tienen que estar, defenderé sus pintas.
More over, la realidad es que sí nos pertenece. Esas piedras, la mano de obra que las puso una sobre otra, la tierra de la que salieron, los impuestos con los que se "pagó" el trabajo, el terreno junto al zócalo y demás, nunca les han pertenecido a los curitas. ¿Quién me dice qué trabajo hicieron para merecerlo, además de la ya mentada justificación de la conquista? Esta gente asienta sus derechos en violencia cometida hace quinientos años, todavía dijeran que en el último siglo ayudaron a la reforma agraria y la producción de nuevas vacunas, diríamos "bueno, se están redimiendo" pero más allá de la producción  de curas pederastas y la pérdida de feligresía ante los grupos cristianos, su mayor logro sigue siendo un crimen de cinco siglos de antigüedad. Recordando que algunos de mis antepasados fueron mineros en San Luis Potosí, donde morían apenas llegar a la madurez en túneles oscuros, inhalando el polvo de roca, asfixiándose en inundaciones o quemándose en explosiones para que políticos y obispos pudieran tener cubiertos de plata, pienso que estamos vandalizando lo que sí nos pertenece.
Ya en últimas, una cosa no tiene nada que ver con la otra. Imagínense a un padre de familia que le dice a su hijo "quieres que te lleve al médico, pero pintaste la pared con crayones ¿así cómo?" Y entonces en un acto de justicia divina, ese padre no lleva a su hijo al médico para que el escuincle aprenda a respetar lo que no le pertence, y la pulmonía que le vino luego, pues él se la buscó. ¡Niño idiota! Nel. Si un derecho es un derecho, lo es independientemente de ninguna otra cosa.

A mí me gusta la remodelación que le hicieron a mi catedral que mis antepasados han pagado por siglos. De hecho me gustaría que me pasen el número de las decoradoras, estoy considerando pintarla toda de morado con siluetas blancas de sacerdotes en el Mictlampa, ensartados como en un tropo de pastor y con unas calaveras a la Posada cortándoles pedacitos para servir tacos.
(Nota: claro que esos sacerdotes que van de de las Casas y Sahagún hasta Solalinde y los teólogos de la liberación tienen salvoconducto.)
Hay cosas en esta vida que no nos pertenecen y que no deberíamos tocar, como el bienestar físico y emocional de otras personas y los objetos materiales directamente asociados a este bienestar, los medios de producción alimentaria o los recursos naturales, por ejemplo. Pero las paredes, en especial las que pagamos con años de imposición autoritaria, son nuestras incluso para el malvadísimo acto de escribir. ¡Qué horror! Gente que cuando quiere hacer algo 'malo', escribe. En la historia de la violencia hay un lugar para aquel narco que disolvía a la gente en tambos con ácido y después de él, hay otro para quienes ponen palabras por la ciudad. Ñoños de satanás. Aunque en realidad no me sorprende que haya a quienes les horrorice, después de todo, si esa misma iglesia tuvo las letras por siglos y nunca las enseñó, fue por algo. 
Eso es lo que sí nos pertenece, el lenguaje y  la irreverencia de usarlo en el modo que no quieren que se use; la capacidad de meternos bajo su piel con tantita pintura morada y demostrar que sus espíritus son tan frágiles que con  el rociar de un aerosol de tambalean.

jueves, 5 de julio de 2018

Niebla de Nueva York

Ya lo sé, suelo quejarme de Nueva York. No es todo Nueva York lo que me desagrada, suelo sentirme bien en sus lejanías, sus rincones habitados por los desplazados, los lugares a donde llegan las terminales del metro. Aquello que me gusta tan poco que llega a disgustarme, es el llamado "downtown", el sur de Manhattan, aquello que sale en las fotos y las películas. No es mi lugar favorito, pero tengo que admitir que, a veces, me gusta. A veces tiene un encanto que incluso a mí me resulta seductor, y es cuando hay neblina. Es curioso, ¿no? Me refiero a la neblina o niebla. Básicamente es esa nube tan baja que oculta aquello que normalmente nos es visible. La niebla en la que suelo pensar es la que hay en la sierra norte de Puebla - ese lugar que prueba que hay deidades de la tierra - donde la neblina oculta la carretera, oculta las casas que están a unos metros de distancia, los árboles, los bosquecillos, los rebaños y muchas otras cosas que están siempre a nivel de suelo. A cualquier nube que esté por encima del campanario de la iglesia, le decimos así, nube, nada más. Por esos rumbos, a seis metros de altura, ya no es neblina.


Pero en esta megalópolis de hijos de la civilización, aquellas que serían nubes bajas a seis metros de altura ya ocultan el tope de los edificios pequeños, los de diez metros; las que serían nubes a media altura ocultan objetos visibles en la vida diaria, como las puntas de los edificios medianos, los de doscientos cincuenta metros; y lo que serían nubes altas, son ya también neblina, pues ocultan la mitad de los rascacielos, los de quinientos metros. Y así, aquí hay cosas que son neblina y que allá no lo sería.



En esta neblina se desvanecen edificios que pasan a confundirse con en el cielo de noche o de la madrugada, que es cuando más me impresiona la niebla.Y es que esas moles de metal y vidrio tienen luces que iluminan la neblina circundante, de modo que ese cielo de noche en el que se pierden los edificios es una especie de oscuridad luminosa, como la nebulosas captadas por los telescopios. Y, a veces, alguna o algunas ventanas de los pisos superiores, los que ya se encuentran más allá del punto de desvanecimiento, se enciende y parecen un cuásar o, si son varias, una galaxia flotando sobre la ciudad. Y así el sur de Manhattan se ve muy bien. Se ve muy bien a pesar de ser y a causa de ser una fatua ciudad - según Joaquín Sabina - en la cual da más sombra que los limoneros, la estatua de la libertad.


En un día soleado, la urbe es demasiada, es una plasta de hormigón que ahoga todo sentido de la estética y ata la percepción al más improductivo de sus puntos de vista. El famoso central park, por ejemplo, es como una prisión para el verde, es grande, sí, lleno de naturaleza, sí, pero naturaleza encasillada en un rectángulo perfecto entre dos avenidas y de sesenta calles de largo al centro de Manhattan, en una posición y forma que ningún bosque en su sano juicio habría elegido, rodeado por un muro de piedra como si se fuera a escapar ¿qué? ¿Los árboles? Parece más bien que en algún momento la modernidad se dio cuenta que debía pagar un tributo a la naturaleza y decidió cumplir como un mero trámite en el que la forzara a sus propio términos de obsesiones cuadrangulares sobre el verdor. Y entonces dan menos sombra los limoneros porque son pocos y están segregados, que el acero que la señorita libertad comparte con las torres del poder del dinero que dictan hasta la posición de los árboles.

La niebla, entonces, es como una victoria ocasional que vuelve a traer a la naturaleza sobre la ciudad, sin recibir dictados de geometrías idealizadas. Cuando estás de pie entre la niebla, que desaparece a los edificios que no están a más de dos o tres calles de distancia, parece que toda la ciudad no es más que aquello que puedes ver, que se halla nomás a vuelo de pájaro o a tiro de piedra, que todo lo demás es un vaho espectral de neón. Y la ciudad se reduce a ese círculo de treinta metros de visibilidad y se hace digerible.

Esto no suele mostrarse en las fotografías áreas que hacen famosa a la gran manzana, que son fotografías tan lejanas que lo simplifican todo. Los edificios se ven pequeñitos y amontonados a la distancia, recortan el cielo en eso que por acá se llama "skyline", también hacen evidente la cuadrícula que forman las calles y avenidas. Lo simplifican todo. Pero cuando se está allí abajo, al pie de los rascacielos, entre las calles del downtown, del distrito financiero, de SoHo, nada se puede ver. Incluso el edificio más alto, incluso los miradores - los grandes miradores del piso ochenta - no se pueden ver a dos calles de distancia, porque el otro edificio que está allí junto, el pequeñito de treinta pisos, los tapa de la vista. La majestuosidad de esta ciudad no se aprecia desde la calle. Esta ciudad está hecha para dios.

Irónicamente no está hecha para dios como las líneas de nazca estaban hechas para un ser más allá que los humanos que las trazaron, no tiene un propósito explícito de vincular con una divinidad. No. Está hecha para el dios que los arquitectos y los ingenieros y los hijos de la civilización creen que son. Cuando trazan sobre el papel, cuando hacen sus maquetas y lo ven todo allí pequeñito, en la palma de su mano y aislado del resto de los edificios, entonces - algunos, la mayoría - sienten que son dios y se admiran de su propia obra a una distancia ficticia y desde un ángulo desde el cual nunca nadie la va a ver. Cuando estos edificios se ponen en la ciudad, junto a los demás, sólo los helicópteros tienen derecho a apreciarlos, sólo a los drones les parece algo cotidiano, y, claro, a los ricos que pueden pagar el piso ochenta de alguno de los otros edificios. Pero los seres de carne y hueso que caminan por las aceras día a día, pierden gran parte de la perspectiva, del esplendor que podrían tener esos edificios, porque la mayor parte de ellos, sencillamente, no están hechos para ser apreciados por el ser humano del día a día. Hemos hecho un mal trato, cuando el habitar la ciudad la priva de su magnificencia. You want it darker? We killed the flame, dijo Leonard Cohen.

La niebla tiene el poder de devolverle algo a la ciudad, robándole el exceso de pedantería. Oculta muchos edificios que resultan de cualquier manera indigeribles y que sólo logran una saturación visual, un ruido arquitectónico que se convierte en un alienable escenario de fondo, un confuso manchón de edificios que, cuando son todos iguales, recuerdan a la manada de cebras que se queda junta de modo que el leopardo que las mira no pueda distinguir más que una serie de rayas sin poder destacar nada que haga demasiado sentido. La niebla nos hace el favor de reducir esa pérdida por demasía, de llevarse lo que sobra, que no es la construcción, ni sobra la persona que las hizo, ni sobran sus obras, sobra el engreimiento con el que están hechas tantas cosas en esta ciudad, sobra la perspectiva de estar por encima de algo.

Y buena jugarreta les hace la niebla a esta ciudad, cuando se pone por encima de ella, la descompone en sus partes fundamentales y le saca resplandores que no la misma ciudad no sabía que estaban allí.

jueves, 31 de mayo de 2018

Días de voto I

Jueves por la mañana. Te levantas, desayunas, miras melancólicamente por la ventana hacia la lluvia de Nueva York - que es la misma lluvia que la de cualquier otro lado, pero sale en más fotos - tomas tu paquete electoral y, con el dolor de tu corazón, eliges al que parecer ser el nopal con espinas más cortas. Acto seguido te disculpas con el águila, famélica visión que estaría desnutrida aún si fuera codorniz, y con la serpiente, que ya se parece más a la versión bíblica que a su ancestral Quetzalcóatl.
Comienzas a seguir el instructivo. Hay que doblar las boletas, pero ¿cómo? El instructivo dice que en cuartos, primero a la mitad por lo largo y luego la otra mitad por lo ancho; pero dos de las boletas dicen que las dobles en tercios por lo ancho, como tríptico, y otra boleta dice que en cuartos por lo ancho, como cuadríptico(?). Eliges las formas de tríptico y cuadríptico porque dejarían a los boletas justo con la forma de los sobres pequeños en los cuales las tienes que colocar. Hay tres sobres pequeños, uno gris para diputaciones, uno café para presidencia y uno crema para gubernatura - es gubernatura y no jefatura de gobierno, porque diez años en la capital no te quitaron lo cholulteca y su daño colateral, lo poblano; prefieres votar en conjunto con gente que entiende que las quesadillas llevan queso por definición, que hacerle el caldo gordo a los salvajes que acabaron con el lago de Texcoco.
Ahora, sigue el instructivo, colocar los tres sobre pequeños en el sobre mediano que tiene colocada la guía postal. Miras el sobre mediano y no tiene colocada ninguna guía postal, de hecho tiene impreso un letrero que indica "pegue aquí la guía de mensajería incluida en el interior". Miras al interior y no hay ninguna guía de mensajería. Y exclamas, como aquel líder yaqui cuando vio venir a los españoles, ¿ora qué chingáos?
Vuelves al principio del instructivo. Contenido del paquete electoral postal: Tres boletas (presente), tres sobres pequeños (presente), un sobre mediano con guía postal de regreso (presente, pero no trae el uniforme completo). Miras al salón y notas algo raro ¿quién es ese niño grandulón del fondo? (Hay otro sobre más grande que todos.) No está en la lista, pero trae el uniforme (ese sobre sí trae la guía postal, pero el instructivo no lo menciona.) Una cosa es clara, el sobre grande es el que importa, porque tiene la guía. La cuestión es si utilizar o no utilizar el sobre mediano que debería tener la guía, pero no la trae. ¡El instructivo no ayuda! Hay, pues, que hablar con el papá y ver qué procede hacer con cada niño y por qué uno trae el uniforme del otro.
El número de teléfono viene al final del instructivo. Te preguntas si te van a contestar, no es cuestión de prejuicio, pero luego estos padres son medio INEptos. El papá se llama algo así como Isaac, podría grabar mi llamada por motivos de calidad, tiene tono de aburrimiento, insiste en decir New York cuando yo digo Nueva Yor y es muy cortés. Me dice lo obvio: los sobres chicos van en el mediano y el mediano va en el grande y el grande va en la bolsa postal y la bolsa postal va en el camión y luego en el avión y el avión va en la pista del futuro viejo aeropuerto y la pista se va a la mierda en cuanto esté listo en nuevo aeropuerto y el nuevo aeropuerto va al bolsillo de alguno de los nombres en la boleta electoral.
Haces el juego de las matrushkas-sobres y se termina el emocionante proceso de votar desde el extranjero. Mientras te preparas para salir hacia la oficina postal, sabes que quieres quejarte de algo, del instructivo. ¿No pueden coordinarse en cómo se dobla la boleta ni en cuántos sobres van a mandar o a cuál le van a poner la guía? "Es como la democracia misma" piensas al final, el instructivo dice una cosa, pero lo que tienes en frente es otra distinta. Lo que queda es pensar sobre lo que se tiene enfrente y desconfiar de lo que te dicen que hagas.
Antes de salir a la calle, ves al águila y a la serpiente jugueteando, y piensas que fuiste muy duro al juzgar. Tal vez no parezcan tan grandes como el águila que volotea sobre estas tierras por las que ahora caminas, pero tampoco se meten esteroides ni le roban la torta a los demás en el recreo. Salir del cascarón les ha costado y seguirá costando, pero nunca han sido del tipo que se rinde.




jueves, 3 de mayo de 2018

Si tuviera un nombre

I. Definiciones operativas
Nuestra rabia no es por colocar un manifiesto partidista en cada pupitre,
nuestra rabia no es por la propiedad de los medios de producción.
Nuestra rabia es por colocar un alguien en los brazos de cada alguien más,
nuestra rabia es por la propiedad del derecho a la vida
    y a mirarnos en los ojos un corazón palpitante que se vea como manos tomadas,
    como sonrisas inolvidables,
    como hijas, como hermanos, como primas, como padres, como abuelas, como tíos
    que nunca se han perdido, que siempre se sabe que están.
Nuestra rabia es porque hay regazos que merecen una cabeza a la que soportar,
    no una orden de deportación,
    no un teléfono ansioso por esperar noticias improbables.
Nuestra rabia es el nombre de la esperanza cuando se indigna.
Y nuestra esperanza son unas ganas viejas - por sabias - una herencia centenaria,
    de probar que siempre supimos que la vida es un tacto,
    es unas palabras,
    es unas respiraciones sincronizadas con alguien que elegimos para corresponder.
    Ganas de dar fe de que no hay grandeza ni triunfo en los certificados,
    en los muchos ceros,
    en los aplausos
    o en las pantallas, salvo que estas nos muestren un rostro que sabemos cómo acariciar.
Nuestra esperanza es la continua reinvención, 
    es el gesto secreto con el que los hermanos se saludan, 
    es unas madres analfabetas reclamando que se abra una escuela, 
    es las fronteras desbordadas con garrafas de agua en el desierto, con refugios, con letras en los muros e, incluso, con huesos.
Nuestra esperanza, cuando es rabia y cuando no, es bien chingona.
Y ya.

II. Metodología
Descender, o dejarse caer, o tumbarse, o tirarse a la mierda, según el mundo lo requiera.
Ya en en el suelo, revolcarse, sacudirse, poner en la piel los estertores que nos llegan sin invitación.
Y con las convulsiones patear, hasta tener el suelo debajo de los pies, hasta haber licuado y molido y machacado esos pesos que nos tumbaban.
Si algunos quedan en pie, mirarlos a los ojos con un reto de río que cansa los montes, hasta que se fundan en el pedacerío general.
Agregar leche y beberse los miedos en batido.
Repetir las veces que sea necesario.




lunes, 16 de abril de 2018

Ahí vienen las feminazis

Esta historia sucedió en Terrilandia.
Algunas personas en Terrilandia ganaban más dinero que otras, aunque trabajaran igual.
A algunas personas les hacían más caso que a otras, aunque dijeran lo mismo.
A algunas personas las respetaban más, aunque todas fueran personas.

Y en Terrilandia vivía Igualitarín. A Igualitarín esas situaciones no le gustaban, no le gustaban los privilegios. Le disgustaban mucho. Y el privilegio que más le molestaba, era ese que algunas personas creían tener para organizarse y mejorar sus condiciones.

- ¡Ahí vienen las feminazis! - gritaba Igualitarín mientras corría y agitaba las manos al aire.
- Nos quieren cortar el pene - le tiraba de las barbas a un anciano.
- Nos van a obligar a barrer - le gritaba a una niña en un columpio.
- Tienen reuniones en logias secretas - se aferraba a la pierna de un obrero.
- Te encarcelan si les dices un piropo - murmuraba debajo de las sillas en la sala de espera.

Escuchar todo eso me consternó, parecían terribles, esas feminazis.
- Igualitarín - dije, preocupado - ¿dónde están las feminazis?
- Allí, allá, en todos lados.
- ¿Dónde, Igualitarín, dónde?
- ¡En las universidades! Allí transmiten su doctrina.
- Hay que detenerlas - pensé y fui a la universidades.
- Hola, ¿están aquí las feminazis? - le pregunté a Doctora Académica. Respondió, creo, en otra lengua, no entendí sus palabras, pero no parecía alguien que cortara penes. Buscamos entre los libros, atrás de las pancartas y debajo de los escritorios, pero no había feminazis. Nos miramos con gesto extrañado y antes de irme quedamos de leer un libro para discutirlo.

- ¿Dónde, Igualitarín, dónde?
- ¡En las organizaciones civiles! Desde allí imponen su ideología.
- Hay que detenerlas - pensé y fui a la organizaciones civiles.
- Hola, ¿están aquí las feminazis? - le pregunté a Activista Luchón. Respondió con muchas palabras a todo volumen y me salpicó un poco de saliva, pero no intentó obligarme a barrer nada. Buscamos entre las pancartas, detrás de los cordones de policía y debajo de los proyectos de trabajo, pero no había feminazis. Nos rascamos la cabeza un rato y antes de irme quedamos de redactar unas cartas para enviar al senado.

- ¿Dónde, Igualitarín, dónde?
- ¡En el gobierno! Allí abusan de la democracia.
- Hay que detenerlas - pensé y fui a las cámaras de representantes.
- Hola, ¿están aquí las feminazis? - le pregunté a Legisladora Normativa. Respondió con un discurso muy largo y emotivo, hasta me dormí un ratito, pero no parecía del tipo que van a reuniones en logias secretas. Buscamos entre las curules, detrás de la Constitución y debajo de los proyectos de ley, pero no había feminazis. Nos miramos el ombligo unos minutos y antes de irme quedamos en que me enviara sus declaraciones de bienes.

- ¿Dónde, Igualitarín, dónde?
- ¡En los medios! Allí inventan verdades.
- Hay que detenerlas - pensé y fui a los medios.
- Hola, ¿están aquí las feminazis? - le pregunté a Presentadora Comunicativa. Respondió con cientos de datos y sucesos, me perdí entre tanta información, pero no parecía del tipo que te encarcela por decirle un piropo. Buscamos entre las cámaras, detrás de micrófonos y debajo de los guionistas, pero no había feminazis. Miramos el techo por un tiempo y antes de irme quedamos de preparar unas entrevistas con mis amigas anteriores.

- ¿Dónde, Igualitarín, dónde?
- ¿Dónde, Igualitarín, dónde?
- ¿Dónde, Igualitarín, dónde?
Le pregunté una y otra vez, mientras él las denunciaba trepándose a los árboles, repitiéndolo por un altavoz asomado a la alcantarilla, repartiendo panfletos sobre el tema a la entrada de un hormiguero y murmurando sobre ellas una y otra vez mientras daba vueltas al mismo árbol.
Llegaron entonces mis amigas nuevas y nos pusimos a buscar hasta hallar algo inesperado ¡sí había feminazis! Feminazis que colgaban penes disecados en las paredes de sus logias secretas limpiadas por hombres-esclavos-barrenderos que cumplían penas por haberlas mirado. Todo estaba allí, bien claro, entre la paranoia de Igualitarín, detrás de su mirada y debajo de sus miedos no resueltos. 
Al princpio nos miramos con un poco de desconcierto, pero el cabo estalló la risa, mucha risa, tanta risa que no nos enteramos de cuándo dejó de escucharse la voz de Igualitarín. Y quedamos de hacer una fiesta a la que llegaron el viejo de las barbas y la niña del columpio y el obrero y la gente de la sala de espera y los guionistas, y hasta la policía llegó después de renunciar a su cordón. Y cada quién dijo sus palabras raras en sus tonos extraños, cada cual tan inusual como el resto, pero siempre escuchándonos.

miércoles, 28 de marzo de 2018

De gaviotas

Las gaviotas vuelven a volotear tras de mi ventana desde hace algunos días. Aletean entre las cornizas de los edificios de la esquina de las calles Madison y Marcus Garvey. Planean hacia la cuarta esquina, la del área de juegos Raymond Bush, y alguna vuelve con un trozo de pan en la boca mientras otra se queja, detrás, con ese chillido tan de ellas que sabe tan a mar, tan a playa, tan al horizonte que es puerta de la lejanía. Y me hacen recordar ese dato duro enterrado por el hormigón de esta ciudad y su publicidad de rascacielos, que Nueva York es un puerto, es unas islas, es el primer rostro de la lejanía históricamente inmigrada, es esos resabios a sal que tiene el agua de mar en común con la incertidumbre de lo que aguarda adelante, pero la certeza de lo que se deja detrás.
Una mujer camina con dos niños pequeños de la mano, al costado del área de juegos, y las gaviotas los ignoran mientras ellos las miran y señalan con el dedo. Esos hijos de la civilización nunca han posado los ojos en las tierras - donde quiera que sea - a las que las gaviotas volaron durante el invierno. Pero la vista desde el cielo sí que la tienen, o eso es lo que creen. Porque esta ciudad eso te da, esa sensación de volar y de adueñarse y de tener derecho de y también de tener derecho sobre. "Si lo logras en Nueva York, lo logras en cualquier lado" se dice en los Estados Unidos. Joéputa, se dice en Colombia. Y joéputa digo yo a la frase estadounidense. Ya quiero verlos lograrlo en Ciudad Juárez después de Nueva York.
Las gaviotas lo saben, que no hay un lugar mejor que otro, sino que es el clima. Pero los hijos de la civilización tienen máquinas que hacen verano en sus casas cuando afuera es invierno e invierno en sus oficinas cuando afuera es verano. Creen que tienen la vista desde el cielo, porque tienen un mirador en el piso ochenta de donde nunca se tienen que mudar. Pero si la vista desde el cielo es verlo todo, todo sólo puede realmente ser visto, todo sólo demanda realmente nuestra atención cuando tenemos que responder a ello, cuando todo se nos cuela entre el plumaje. Y esas gaviotas que migran, esas hermosas gaviotas migrantes, han tenido que responder a todo, por eso lo han visto de verdad. Han sentido el frío de la urgencia y el calor de dejar el nido en nombre del mismo nido, sin artificios de climas imaginarios forzados sobre la realidad.
Y las gaviotas dejan mi pequeña calle de Brooklyn sin necesidad de pagar la tarifa del metro como haría yo. Cruzan el East River sin tener que tender unos puentes como los hijos de la civilización. Y si les da la gana, se posan en alguna ventana de esa gigantesca máquina del clima llamada Wall Street. Al interior de la cual otro hijo de la civilización las mira y las compadece. Creyéndose tan listo, so smart, hasta supone que es él quien de verdad tiene las alas, no por nada ha llegado hasta donde está. No siente la necesidad de compartir lo que ve con su vecino de oficina, no digamos, con el mundo por un texto de gaviotas; porque el mundo, para él, es ese texto de indicadores en su monitor. La vista desde el cielo es para él la danza de los diminutos brillos en verde, azul y rojo que hablan poco, en realidad, que no hablan ni saben su coreografía que es dictada por alguna tarjeta de verde con dorado como los anhelos de ese hijo de la civilización. Pero un día, esa tarjeta irá a dar a un vertedero de basura, donde una gaviota podría sentir curiosidad de su brillo y juguetearla con el pico, hasta ver cuán inútil es. La gaviota no sabe que esa pequeña urbe de circuitos podría darle el verano sin dejar Manhattan. Y si lo supiera, la destruiría. La destruiría porque para gozar ese verano virtual, tendría que quedarse en un adentro, en un interior, y no podría ya más volar. Y no sabría, al cabo de unos días, unos meses, unas generaciones, en qué interior se ha quedado. Si en el interior de unas paredes o en el interior de sus anhelos inexplorados que se pasaron a llamar necesidad de acumular.
A esta hora las gaviotas no volotean más tras de mi ventana, tal vez van camino del downtown o tal vez se fueron al Queens, donde debe haber alguien, un ser humano, que hable su idioma. Ahora me quedo con los ruidos del martillo hidráulico, de esa criatura infinita que se llama ambulancia de Nueva York, de esos autos de policía que no tienen marcas y se aparecen cuando los muchachitos negros de mi barrio se juntan por más de diez y hacen bulla y no dejan pasar a los autos. Si tuviera un don muscial podría, como Gerschwin, hallar la rapsodia entre esta danza macabra de hijos de la civilización, rapsodia que está allí, entre los márgenes, colándose por los resquicios de los planes que se trazan desde el monitor y explotando en la locura de las mentes más grandes de mi generación.
Y está muy allí esa rapsodia limítrofe, está en un anciano o una niña, o todo lo anterior, que espera a las gaviotas en Jackson Heigts o en el Bronx o en el Barrio, con mendrugos de pan que saben al final de un viaje que no termina de continuar. Y es justo en una de esas esquinas stop and frisk, que no se ven desde la ventana de la gran máquina del clima, que se siente que se ha llegado a algún lugar. Ne notoca, dan ganas de gritar, a sabiendas de que habrá respuesta en ese alebrije de puerto fenicio mediterráneo con red de caminos incas, que algo o alguien batirá unas alas, extenderá una espiritrompa o sólo mirará desde abajo de un turbante con esa media sonrisa de santidad antigua que sabe que los lugares no se extrañan por estar a cientos de kilómetros, sino que se llevan en el corazón. Y nadie exclamará, los labios seguirán cerrados, las manos seguirán cargando y empujando y comprando y tocando algún candombe himalayo, business as usual, the business of being alive. Salvo cuando la última flor caiga bajo la presión de un copo de nieve, porque entonces una gaviota y un ser humano dirán, ah, el clima, aquí está. Y lo verán, lo verán pro tenerlo enfrente en el monitor de la historia encarnada de la humanidad.
Lejos de las grandes salas de banderas y de traducción simultánea, los sueños se enhebran con las exhalaciones infantiles en el patio de recreo. Una sangre corre, porque la materia sólida de esta ciudad no puede ser prótesis de la certezas que se dejaron atrás. Y, por correr a borbotones por heridas que son la forma misma de la sociedad, fertiliza ese mestizaje tan de gaviotas llamado futuro.


Fragmento de Nueva York tomado de la no-publicidad.