lunes, 18 de febrero de 2019

La Casa del Tecolote

Ramiro se apretó la chamarra cuando escuchó el viento soplar. Aunque la chamarra ya estaba abotonada y la noche no se volvía más fría con el sonido del viento, apretar la prenda con las manos para sentirla pegada al cuerpo, era, de algún modo, reconfortante ante los aullidos de animal nocturno que los ventarrones arrancaban de quién sabe qué lejanías. Andaba por la zona en la que el trazo de las calles en perfecta cuadrícula, comienza a fundirse en campos de siembra y lotes abandonados. No quedaba muy atrás el centro de la ciudad, suavemente avivado con el apagado murmullo que producen las grandes cantidades de gente cuando están reunidas, pero no como en la euforia de un concierto o evento masivo, sino, sencillamente, paseando por la plaza principal a la luz amarillenta de los portales, al sonido del cantabar  y al aroma de las taquerías y cafés.
Si él no andaba por ahí, era porque buscaba algo distinto de lo que ya conocía bien. Buscaba un lugar en particular. Lo había escuchado nombrar siempre de manera indirecta, ninguna recomendación de una boca conocida y ninguna presencia en redes ni en los sitios de ranking de establecimientos. Mencionarlo traía siempre un dejo de fascinación en esas conversaciones que se le habían colado por el rabillo del oído: al bajarse del camión o al doblar una esquina, sin que alcanzara nunca a ver quién lo había mencionado, como para volver y preguntarle. De todas estas menciones fugitivas, logró recolectar algunos datos que le ayudaran a llegar: el nombre de una calle, el hecho de que el lugar sólo abría por las noches y un peculiar símbolo que marcaba la puerta correcta. Ya que la ciudad era pequeña y el local no se encontraba en el centro, sólo había unas pocas cuadras en las que este lugar se podía encontrar, antes de llegar a los ranchos y ex haciendas. Y era hacia allá que Ramiro caminaba esa noche.
El local, de hecho, se encontraba a mitad de una cuadra en cuya esquina brillaba el último farol de alumbrado público. Ramiro estaba quieto en contra esquina del farolito, mirando el correr de un pequeño riachuelo que se había formado sobre la tierra - a estas alturas del margen de la ciudad, ya no había pavimento - y que fluía haciendo un ruido de borbotones a penas audible ahora que el viento se había callado. A un lado de él pasó un xoloescuintle que atravesó la calle remojando sus patitas en el riachuelo y dejando un breve camino de huellas mojadas al otro lado. Justo debajo del farol, giró la cabeza y miró a Ramiro como preguntándole qué esperaba, pero continuó su camino sin dar tiempo a una respuesta. Con esa imagen, Ramiro volvió en sí y siguió las huellas perro.
Se halló ante un muro de adobe con los restos de pintura de un anuncio de la última campaña presidencial, el nombre del lugar a penas visible en letras muy pequeñas sobre la puerta de madera antigua y, a la derecha de la puerta, el elemento que estaba buscando como indicación haber llegado: un jarrón de barro con forma de tecolote, empotrado en la pared, con dos pequeños y alargados huecos, en lugar de ojos, iluminados por un foco al interior de la barriga del animal. Ramiro se congeló por un momento, a la izquierda de la puerta, en el suelo, hubo un ligero movimiento en algo que él había pensado que era una bolsa de basura. Sintió un escalofrío. Era un movimiento como el de una barriga o el lomo de una bestia que sube y baja al respirar. A penas iluminado por el farol de la esquina, el movimiento se adivinaba por los ligeros reflejos que el objeto producía al subir y cómo desaparecían en la oscuridad al bajar. Era un objeto demasiado grande para tratarse del perro que había cruzado la calle antes que él, y para ser un perro, era un perro del tamaño de un potrillo. Después de unos momentos de incertidumbre, mirando al objeto, pensó que ya estaban cerca de los ranchos y que bien podría ser cualquier animal de granja, además de que ya tenía bastante hambre.
No había un letrero de abierto ni ninguna vitrina que permitiera ver movimiento adentro. Empujó la puerta pensando que esta clase de lugar no procuraría ese tipo amenidades, sin que esto significara que no podía sencillamente entrar. Habría sido difícil decidir qué era el lugar que halló. Un poco de cantina y pulquería, por la presencia de las bebidas y por los grupos de señores hablando en voz muy alta y jugando dominó, pero con una amplia cocina en la misma habitación, como una fonda, y con niños correteando entre las mesas. Se podía leer júbilo en la concurrencia.
No había mesa vacía y unas personas sentadas en el rincón le hicieron señas y le ofrecieron compartir. El grupo allí sentado era una mezcla entre las familias que traían niños de los que correteaban y viejos de los que eran en sí mismos barriles de pulque. Nomás sentarse, mandó pedir algunos platos de antojitos para el centro de la mesa y un pozole para él. La conversación fue cada vez más amable y la bebida inspiró amistades. El mobiliario era, al parecer, tan viejo como las relaciones entre la clientela. Todos eran clientes habituales y, al paso de unas horas, lo hubieron presentado con la mayoría de los otros clientes. No se veía como el tipo de lugar donde explota alguna pelea o discusión, el flujo tan natural de las conversaciones parecía incluso sospechoso.
Llegó el momento en que si quedaban asistentes con quien sus nuevos amigos no lo habían presentado, se sintió con la confianza de acercarse a sus mesas, presentarse y compartir más comida. Cuando ya no tenía más noción del tiempo que había pasado allí, una de las meseras levantó una polvosa lona, revelando una vieja rocola. Las mesas se corrieron a los costados para hacer al centro una pequeña pista de baile. Cuanto más bailaba (y más pulque bebía) más le parecía que el tiempo corría con lentitud, no como si los hechos ocurrieran en cámara lenta, no con la lentitud tortuosa de quien espera y no tiene con qué llenar el girar de las manecillas. Era una lentitud que parecía sugerir que el tiempo no tenía razón para seguir corriendo, que las cosas estaban donde debían estar, como si el reloj dejara de marcar las horas por hacerle un favor a los allí reunidos.
A tal grado se desentendió del tiempo, que lo tomó por sorpresa un rayo de sol del amanecer que se coló por una de las pocas ventanas pegadas al techo del local. Caminó hacia la puerta, probablemente sería hora de volver a casa. Se paró en el escalón detrás de la puerta y no pudo hacer girar el pomo. Pensó que sería por lo viejo del mecanismo o porque ya estaba muy borracho. Giró para buscar con la mirada a alguna mesera o cocinera que lo ayudara. Desde ese escalón podía mirar todo el lugar en una sola escena. El colorido que había dominado toda la noche, se había perdido. Ahora por las ventanas entraban rayos de una luz pálida que pintaba de tonos grises todo el lugar, imprimía la silueta de las ventanas en el suelo y trazaba su perfil en las partículas de polvo que flotaban en el aire. La música, las risas, los gritos y el sonido de los platos al caer, se habían ido también. No había nadie en el local. En el lugar que habían ocupado sus nuevos amigos, había velas, decenas de velas encendidas en todo el local, con sus llamitas bailando suavemente. También había una veladora en el escalón detrás de la puerta que, por lo demás, estaba vacío.
Por debajo de la puerta cerrada salió a la calle un vientecillo con destellos de hojas cempasúchitl, que hizo un ligero silbido al pasar por los ojos del tecolote, que se habían apagado.

lamp post in an autumn night

sábado, 9 de febrero de 2019

Si me hubieras dicho que sí

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Estoy parado en la punta norte del promenade de Brooklyn Heights, que es un paseo que corre por encima de la autopista vertical de seis carriles que rodea la costa de Brooklyn justo frente a la punta sur de Manhattan. Llegué aquí caminando desde la punta sur, muy juicioso, sin perderme nada, sin desdeñar un detalle. A pesar de los fríos vientos polares que soplan hasta las memorias de mi infancia y me dicen que no crecí aquí, me detuve a mirar las casas, los árboles, el río, los barcos y los helicópteros; respondiendo que ahora estoy aquí y ahora estoy creciendo. Me di tiempo de caminar sobre las bancas y hacer equilibrio en el filo de sus respaldos. También me asomé a la autopista e intenté escupir a los autos en el parabrisas – empresa fallida, soplaba mucho el viento. Alcé el rostro al sol como preguntándole cómo puede iluminar un cuerpo con tanta plenitud y no quitarle el frío. Pero, más que nada, procuré dejar que las ideas y las emociones fueran y vinieran por mi interior, diciéndome cuándo caminar más y cuándo detenerme. Y, al final, este fluir de mis interiores por el exterior, me llevó a la punta norte que es rematada por un pequeño parquecillo de forma circular.

Fin del fragmento.