viernes, 10 de octubre de 2014

Entrevista

Que cómo empecé. Pues mire usted, yo desde chico quería ser periodista. No sé de dónde me pegó la idea, es más, yo creo que al principio no sabía muy bien lo que es periodista. Más niño, como a eso de los cinco años, creo que lo confundía con policía porque los dos andan en eso de los muertos asesinados y accidentados. Y siempre he sido medio morbosillo.
Total, que cuando salía de la primaria llegaba a escribir mis notas sobre lo que había pasado en el salón. Que Ruy se peleó con Ramiro, que si a Laura la maestra la felicitó, que si Mireya se sacaba los mocos, pura cosa importantísima. En la secu lo dejé un poco porque me pegó la pubertad y esa siempre lo pone a uno apático, pero ya pa llegar a tercero me animé a meterme a un dizque periodiquillo escolar que era más cosa de chavos que un proyecto en serio. En realidad lo que más pegaba allí eran los chismes, y yo que me sentía el más chucho, escribía los más jugosos. Me inventaba un chingo de cosas, a todo mundo le tiraba, que si eran gordos porque al autobús los subían en diablito, que si eran flacas porque a nadie le gusta chupar los huesitos, que quién se besaba con quién y luego le ponía el cuerno.
Además me hice un asquerosillo obseso del poder, todos querían que escribiera bien de ellos, o por lo menos que no escribiera mal, o mejor, que le tirara alguna piedra a la que les bajó al novio. Yo ponía mis cuotas, en dulces de la cooperativa, en hacerme tareas, en hacerme la corte o a veces en un beso o una manita sudada, pero na más ¡eh! Sí tenía ciertos códigos. No pedirle a una chica nada que ella no quisiera, no escribir nada que fuera muy manchado, nunca hacer llorar a nadie más de una vez, por ningún precio escribir para nadie que fuera un auténtico canalla y algún otro por el estilo.
Claro, todo con sus ecepciones. Una pa los cuates, que siempre hay que hacerles el paro. Otra pa los pinches buscapleitos, nunca me gustaron, yo creo porque soy flaquito y debilucho. Entonces a los buscapleitos siempre me los fregaba y los evidenciaba cuando los había visto molestar a alguien en el recreo. ¡Uta! Na más que luego pa andarme cuidando de que se las querían cobrar, pero también por eso siempre tenía a alguien que me hiciera la corte.
Pasé a la prepa que como estaba junto a la secu, pos todos pasábamos allí, todo era igualito y el periódico seguía. Me llevé mi fama y mi suerte. Bueno, fíjese que allí empezó más en forma el asunto. Una profa que nos daba orientación llevó a un primo suyo que era periodista. No sé si bueno ni malo, ni me acuerdo de su nombre, pero lo cierto es que luego el señor sí me llevo a la oficina del Cotidiano. Y es que cuando preguntó al grupo que si alguien quería ser periodista, yo en chinga me paré del asiento, pero como si tuviera cuetes en la cola. Y todos los del salón luego luego dijeron «sí, sí, él es re bueno pa eso.» Yo creo que al señor le convenció mi entusiasmo o el apoyo o las dos cosas y me invitó a un evento pa jóvenes periodistas o algo así.
Y que llego al evento, a las oficinas. Me hubiera visto, me fui bien formalito, hasta de corbata. No, no, no. Los otros chavos y las chavas eran puro pandroso, de pantaloncito roto, chaleco kaki bordado con colorcitos en las treinta bolsas y morral. Y yo, disfrazado de ñoño; ahí medio me aflojé la corbata y me desfajé un lado de la camisa y ponía un tonito ligeramente valemadres al final de las frases como pa que dijeran «órale, este es tan valemadres que le vale madres lo valemadres y se viste formal.»
Nos anduvieron paseando de arriba pabajo, que las prensas, que la editorial, que todo el problemón que es sacar un periódico. Al final nos llevaron a una salita de juntas con cafecito y galletas. Yo era un imberbe que nunca había probado el café, pero como había que apantallar, me serví y como no sabía nada, pos no le eché azúcar ni crema y le di un sorbo que se sintió como el alma de satanás en viernes santo, pero igual sonreí y dije «está suficientemente cargado.»
Llegó un periodista importantón y se puso a platicar muy cuate, nos contó anécdotas de todo, chistosas, tristes, tiernas, pa chillar, unas escalofriantes y unas cachondonas. Luego nos preguntó que qué nos interesaba y que si ya teníamos algo de experiencia. Como nadie decía nada, yo pensé «a güevo, ora es cuando.» Y dije «sí, pues yo ya tengo algo de experiencia. Tenemos una gaceta escolar (es que así suenas más elegante) y siempre tengo la primera plana (cosa que era cierta, de las dos planas del periódico, lo mío salía en la primera).» «¿Y de qué tipo de tema escribes?» «Ah, pues, cosas que son del interés (¿qué palabra sonaría más propia?) social.» «OK, ¿social como de reformas políticas y movimientos magisteriales o como de los eventos de la gente bien de la escuela?» Y entonces chíflale, papá. Pues yo no sabía ni qué imaginarme que es un movimiento magisterial, pero por el tono que usó, sonaba más importante que mis chismes. «No, pues, así como de eso, de lo primero que dijo, de los magistrales más o menos algo parecido.»
Lo bueno es que no hizo más preguntas sobre mi experiencia periodística. Ya al final nos invitó a mandarle algún escrito y dijo que si lo hacíamos bien, chance nos sacaban una nota allí en el Cotidiano. Durante las siguientes tres semanas compré todos los días el Cotidiano para leer la columna de este señor, que era de asuntos nacionales, además de sus opiniones de libros y de futbol. Como que tantito le imitaba el estilo pa no verme muy amateur y tantito le metía otras cosas propias pa no verme lambiscón. A la cuarta semana redacté allí unos parrafitos escuetos escuetos sobre la liga de voleibol de la ciudad, que a mí me gusta el voli. Es que nadie conocía la liga, pero es muy buena, o por lo menos eso decía yo.
Le llevé el escrito y lo dejé ái con su secretaria que también me pidió mi número y yo bien contento y bien pendejo se lo dejé anotado con un corazoncito porque creí que me lo pedía ella y no supe que era por si me quería contactar el reportero. Después, cuando sí le entré al periódico, durante un año me hice el desentendido cada vez que pasaba frente a la secretaria. El punto, mire usted, es que sí me llamó este reportero, que no sé pa qué le digo “el reportero” si era don Pancho Milán. Me citó en su oficina y me dijo que estaba bueno el escrito, que na más le iba a meter una manita de gato que fue como un zarpazo de tigre, pero igual me publicaron mi notita.
De allí pal real, pos en esto ando. ¿Qué dice, le respondí?
Vaya que sí me respondió, me tuvo diez minutos escuchándolo. Y eso que sólo le dije que era el nuevo enfermero, que si ya le habían mandado sus pastillas.

viernes, 15 de agosto de 2014

Mañanas de volcanes

La nieve sobre los volcanes era la oportunidad cotidiana para la belleza. El camino a la escuela guardaba ese pequeño placer al doblar la esquina que, siendo a penas la primera esquina desde la casa, ya abría un espacio entre los edificios: el hueco de un terreno baldío que dejaba ver a Don Goyo y la Iztaccihuatl. Ese instante de doblar la esquina era una parte fundamental del ritual matutino, de él dependía el resto del trayecto. Si la vista valía la pena, la consigna sería no quitarle los ojos a los gigantes. Si estaban desnudos de agüita congelada, entonces a ver la ciudad pasar.
Ese momento de descubrimiento generaba un tipo particular de expectativa. Hay expectativas como la del regreso de una persona querida que está lejos. Adquieren fuerza conforme se acerca el momento del regreso, son variables continuas in crescendo. No se trataba de una expectativa así. 
Hay expectativas como la de encontrarse a un amigo en la calle para matar el aburrimiento. Por ser una cuestión de casualidad, no se alimentan con esperanzas, sólo se mantiene consciencia de la posibilidad y una pequeña disposición a la alegría por si el fortuito sucede. Sí había algo de esta expectativa ligeramente indiferente, en especial en época de secas, cuando no hay motivo para la nieve. 
Hay expectativas que llegan con un vuelco al corazón, como cuando en un día cualquiera te advierten que en casa han hecho de comer algo delicioso y juegas en la mente con todas las posibilidades de comida deliciosa concebibles. Son variables discretas repentinas. La expectativa de los volcanes era de este tipo, no se cultivaba desde tiempo atrás, no surgía al abrir la puerta de la cochera, ni durante el desayuno o el baño, surgía sólo en el momento previo a doblar la esquina y podía estallar en sonrisa o extinguirse, según la voluntad del ciclo del agua.
La expectativa podía encontrarse con distintas circunstancias. La decepcionante, no hallar los volcanes nevados. La más decepcionante, hallar los volcanes con poca nieve. La anhelada, que la nieve llegara a la mitad de su estatura. La más gozosa, una enorme falda de nieve cayendo hasta Paso de Cortés. La sensual, hallar todo cubierto por nubes. Al ojo menos paciente la capa de nubes le resultaría desesperante impedimento, pero al conocedor cauto le garantizaba abundante nieve al día siguiente. Por eso era la posibilidad más erótica, generaba ansiedad mientras durara el nublado, pero prometía el mejor clímax. Así el camino a la escuela de una niñez en Cholula podía construirse en torno a unos segundos de contemplación de la naturaleza.
Hay ciudades en las que desde algún punto es todavía posible ver a sus guardianes que gritan con su tamaño, « ¡Eh! Niño, mira qué pequeño eres, mira esta blancura, comienza el día sabiendo que hay algo más grande que tú y tu pueblo y tu especie entera. Es la naturaleza, es el universo expresado en la breve comunión de una mirada. » Esas ciudades por pura didáctica geográfica enseñan humildad.
Hay ciudades en las que desde casi cualquier punto es imposible ver más que su propia extensión, gritando con su tamaño, «¡Eh! Naturaleza, mira qué fácil cedes, mira esta grisura, sobrevive el día sabiendo que hay algo más grande que tú, tu evolución y todas tus especies. Es la ambición humana, es el anverso de la inteligencia y la compasión. » Esas ciudades, por pura quirúrgica de asfalto, le amputan el corazón a cualquiera.