jueves, 5 de julio de 2018

Niebla de Nueva York

Ya lo sé, suelo quejarme de Nueva York. No es todo Nueva York lo que me desagrada, suelo sentirme bien en sus lejanías, sus rincones habitados por los desplazados, los lugares a donde llegan las terminales del metro. Aquello que me gusta tan poco que llega a disgustarme, es el llamado "downtown", el sur de Manhattan, aquello que sale en las fotos y las películas. No es mi lugar favorito, pero tengo que admitir que, a veces, me gusta. A veces tiene un encanto que incluso a mí me resulta seductor, y es cuando hay neblina. Es curioso, ¿no? Me refiero a la neblina o niebla. Básicamente es esa nube tan baja que oculta aquello que normalmente nos es visible. La niebla en la que suelo pensar es la que hay en la sierra norte de Puebla - ese lugar que prueba que hay deidades de la tierra - donde la neblina oculta la carretera, oculta las casas que están a unos metros de distancia, los árboles, los bosquecillos, los rebaños y muchas otras cosas que están siempre a nivel de suelo. A cualquier nube que esté por encima del campanario de la iglesia, le decimos así, nube, nada más. Por esos rumbos, a seis metros de altura, ya no es neblina.


Pero en esta megalópolis de hijos de la civilización, aquellas que serían nubes bajas a seis metros de altura ya ocultan el tope de los edificios pequeños, los de diez metros; las que serían nubes a media altura ocultan objetos visibles en la vida diaria, como las puntas de los edificios medianos, los de doscientos cincuenta metros; y lo que serían nubes altas, son ya también neblina, pues ocultan la mitad de los rascacielos, los de quinientos metros. Y así, aquí hay cosas que son neblina y que allá no lo sería.



En esta neblina se desvanecen edificios que pasan a confundirse con en el cielo de noche o de la madrugada, que es cuando más me impresiona la niebla.Y es que esas moles de metal y vidrio tienen luces que iluminan la neblina circundante, de modo que ese cielo de noche en el que se pierden los edificios es una especie de oscuridad luminosa, como la nebulosas captadas por los telescopios. Y, a veces, alguna o algunas ventanas de los pisos superiores, los que ya se encuentran más allá del punto de desvanecimiento, se enciende y parecen un cuásar o, si son varias, una galaxia flotando sobre la ciudad. Y así el sur de Manhattan se ve muy bien. Se ve muy bien a pesar de ser y a causa de ser una fatua ciudad - según Joaquín Sabina - en la cual da más sombra que los limoneros, la estatua de la libertad.


En un día soleado, la urbe es demasiada, es una plasta de hormigón que ahoga todo sentido de la estética y ata la percepción al más improductivo de sus puntos de vista. El famoso central park, por ejemplo, es como una prisión para el verde, es grande, sí, lleno de naturaleza, sí, pero naturaleza encasillada en un rectángulo perfecto entre dos avenidas y de sesenta calles de largo al centro de Manhattan, en una posición y forma que ningún bosque en su sano juicio habría elegido, rodeado por un muro de piedra como si se fuera a escapar ¿qué? ¿Los árboles? Parece más bien que en algún momento la modernidad se dio cuenta que debía pagar un tributo a la naturaleza y decidió cumplir como un mero trámite en el que la forzara a sus propio términos de obsesiones cuadrangulares sobre el verdor. Y entonces dan menos sombra los limoneros porque son pocos y están segregados, que el acero que la señorita libertad comparte con las torres del poder del dinero que dictan hasta la posición de los árboles.

La niebla, entonces, es como una victoria ocasional que vuelve a traer a la naturaleza sobre la ciudad, sin recibir dictados de geometrías idealizadas. Cuando estás de pie entre la niebla, que desaparece a los edificios que no están a más de dos o tres calles de distancia, parece que toda la ciudad no es más que aquello que puedes ver, que se halla nomás a vuelo de pájaro o a tiro de piedra, que todo lo demás es un vaho espectral de neón. Y la ciudad se reduce a ese círculo de treinta metros de visibilidad y se hace digerible.

Esto no suele mostrarse en las fotografías áreas que hacen famosa a la gran manzana, que son fotografías tan lejanas que lo simplifican todo. Los edificios se ven pequeñitos y amontonados a la distancia, recortan el cielo en eso que por acá se llama "skyline", también hacen evidente la cuadrícula que forman las calles y avenidas. Lo simplifican todo. Pero cuando se está allí abajo, al pie de los rascacielos, entre las calles del downtown, del distrito financiero, de SoHo, nada se puede ver. Incluso el edificio más alto, incluso los miradores - los grandes miradores del piso ochenta - no se pueden ver a dos calles de distancia, porque el otro edificio que está allí junto, el pequeñito de treinta pisos, los tapa de la vista. La majestuosidad de esta ciudad no se aprecia desde la calle. Esta ciudad está hecha para dios.

Irónicamente no está hecha para dios como las líneas de nazca estaban hechas para un ser más allá que los humanos que las trazaron, no tiene un propósito explícito de vincular con una divinidad. No. Está hecha para el dios que los arquitectos y los ingenieros y los hijos de la civilización creen que son. Cuando trazan sobre el papel, cuando hacen sus maquetas y lo ven todo allí pequeñito, en la palma de su mano y aislado del resto de los edificios, entonces - algunos, la mayoría - sienten que son dios y se admiran de su propia obra a una distancia ficticia y desde un ángulo desde el cual nunca nadie la va a ver. Cuando estos edificios se ponen en la ciudad, junto a los demás, sólo los helicópteros tienen derecho a apreciarlos, sólo a los drones les parece algo cotidiano, y, claro, a los ricos que pueden pagar el piso ochenta de alguno de los otros edificios. Pero los seres de carne y hueso que caminan por las aceras día a día, pierden gran parte de la perspectiva, del esplendor que podrían tener esos edificios, porque la mayor parte de ellos, sencillamente, no están hechos para ser apreciados por el ser humano del día a día. Hemos hecho un mal trato, cuando el habitar la ciudad la priva de su magnificencia. You want it darker? We killed the flame, dijo Leonard Cohen.

La niebla tiene el poder de devolverle algo a la ciudad, robándole el exceso de pedantería. Oculta muchos edificios que resultan de cualquier manera indigeribles y que sólo logran una saturación visual, un ruido arquitectónico que se convierte en un alienable escenario de fondo, un confuso manchón de edificios que, cuando son todos iguales, recuerdan a la manada de cebras que se queda junta de modo que el leopardo que las mira no pueda distinguir más que una serie de rayas sin poder destacar nada que haga demasiado sentido. La niebla nos hace el favor de reducir esa pérdida por demasía, de llevarse lo que sobra, que no es la construcción, ni sobra la persona que las hizo, ni sobran sus obras, sobra el engreimiento con el que están hechas tantas cosas en esta ciudad, sobra la perspectiva de estar por encima de algo.

Y buena jugarreta les hace la niebla a esta ciudad, cuando se pone por encima de ella, la descompone en sus partes fundamentales y le saca resplandores que no la misma ciudad no sabía que estaban allí.