miércoles, 19 de abril de 2017

Vine a Comala

Vine a Comala porque me dijeron que acá había un restaurante o unos tacos o algo que comer, pero resultó que era domingo y casi todo estaba cerrado. Esto fue hace ya varios años. Lo que sí encontré fue una estatua de Juan Rulfo sentado en una banca de la plaza principal. Rulfo tiene un libro recargado en su regazo y frente a él un niño que, sentado en cuclillas sobre un banco, lo mira atento y con la mano en el mentón.
Juan Rulfo escribió unos cuentos que definitivamente no se dirigían a los niños y una novela que se sitúa en Comala sin presentarla como ningún destino particularmente apetecible - digamos que un lugar sin vida.
Esto y otras cosas me sorprendieron cuando, tras preguntarle al dependiente de la única cafetería que encontré abierta, que si mucha gente iba de visita por el libro, este respondió: ¿Cuál libro? Este que tiene a la venta en el mostrador, aclaré. Dijo que no sabía, pero más bien iban a comprarle muchos toritos, un dulcísimo destilado local del cual terminé por comprar un par de botellas.
Hubo una vez un secretario de cultura que no leyó a Rulfo, quien le sugirió a un gobernador que no leyó a Rulfo, que le dijera al presidente municipal que no leyó a Rulfo, que comisionara a algún escultor que no leyó a Rulfo, para hacer una estatua de Rulfo. ¿Y ese quién es? La pregunta habrá corrido de boca en boca. Pues escribió unos cuentos, habrá sido la información que corrió de regreso. ¿Y de qué? Pues de Comala. ¿Comala la de los toritos? Ajá, parece que no hay otra. 
Y, sabiendo que los cuentos los leen los niños, el escultro hizo su trabajo de esculpir y el presidente municipal hizo su trabajo de poner un templete y ceder una banca y el secretario de cultura hizo su trabajo de apartar un tanto del presupuesto y el gobernador hizo su trabajo de cortar el listón. Nadie sabía nada de Rulfo, pero mientras todos supieran la misma nada, podían darle forma a un Rulfo y un niño que representarían en el futuro una firme base para las palomas placeras. 
Algún ingenuo editor que acudió a la inauguración cargado de ejemplares de Pedro Páramo y del Llano en llamas, se halló sin haber hecho los gastos del viaje cuando, el evento terminado, la multitud desapareció sin jamás haber sospechado que los textos de Rulfo eran de ese tipo de textos que de hecho son para leerse. El amistoso vendedor de vasos de torito con hielo, tras hacer su agosto, le habría invitado al editor un sángüich en la única cafetería abieta - porque las inauguraciones son en domingo - y el editor habría dejado allí unos libros a comisión porque de verdad era ingenuo.
Espero que, al menos, el escultor haya tenido la astucia de hacer la estatua de modo que se pueda retirar de la banca, es decir, que no la haya soldado. Ya que sería mucho más patético el siguiente caso: si un futuro alcalde que no leyó a Rulfo mandara a un pintor de brocha gorda que no leyó a Rulfo a pintar las bancas del parque y, este buenhombre, no pudiendo separar la estatua de la banca y con la característica delicadeza de los hombres que hacen trabajos a destajo para el estado después de ingerir unos decilitros del necesario torito, pintara el borde de la espalda y las nalgas de Rulfo con el nuevo color de la banca.
Me alegro, eso sí, de que hayan puesto una placa conmemorativa y explicativa. De otro modo, al ojo del turista que no leyó a Rulfo, la estatua pasaría a ser conocida como ¨el niño bolero de Comala¨. Como esta clase curiosidades se hacen famosas en el internet, llegarían más tarde muchos turistas al pueblo y se preguntarían por qué el niño bolero no tiene un trapo o por qué el zapato de 'ese señor' no está recargado en el cajón; alguno incluso preguntaría por qué el hombre no lee su libro mientras espera que le den brillo a sus zapatos. Completamente fuera de su propósito, la estatua se tornaría una atracción que llamaría la atención nacional, atrayendo gente a Comala en domingo y forzando a los negocios locales a abrir para no desaprovechar la oportunidad. 
Entre esta multitud de visitantes, no faltarían los expertos en arte quienes, a tono con unos toritos, aventurarían hipótesis. Unos, que la visión vanguardista del artista lo llevó a retratar, no el momento del boleo, sino el momento previo, justo cuando el cliente se sienta y el niño no ha sacado su trapo; esto con el objetivo de crear una tensión temporal dinámica en el observador que sabe que una acción está a punto de suceder, pero nunca llega, convidando así a la exploración de la incompletud perpetua de la vacua acción humana. Otros tildarían a los anteriores de esnobs existencialistas afrancesados y responderían que esa visión del niño proletario como mero sujeto del capitalismo es reduccionista, que no es que falte trapo, sino que el niño, en señal de resistencia, mantiene su herramienta de trabajo guardada mientras estudia y analiza a su explotador burgués que controla la cultura - y por eso el libro en las manos de 'ese señor' que lo mantiene cerrado para impedir la liberación del niño por la vía de la ilustración y perpetuar así la reproducción de las clases. Alguien más notaría el adultocentrismo de la representación que mantiene al niño en un nivel menor mientras el adulto se sienta en una amplia banca en la que perfectamente caben ambos. Pero afortunadamente pusieron una placa conmemorativa y explicativa, para que el asunto no se preste a confusiones ni malentendidos y todos tengamos claro quién es Rulfo sin representaciones faltas a la realidad.
Lo cierto es que si yo hubiera sido el gobernador, habría hecho que todos lo leyeran y luego le poníamos una estatua al torito.