viernes, 26 de enero de 2024

La edad de las preguntas

 

 

Las preguntas a la gente

Aguascalientes, Aguascalientes, algún mes del año de 1993

Por la mañana quién sabe qué habré hecho en el kinder, no guardo memoria de eso para este día. Vagamente recuerdo que a la salida me recogió Lourdes, la chica de unos dieciséis que nos ayudaba con el aseo en la casa. Lourdes. Hoy sé que se llamaba Lourdes porque me lo han dicho mis papás, pero en realidad no recuerdo los nombres de nadie en esa época. Y en cuanto a mi recuerdo de los rostros, apenas veo un manchón que más habla de las emociones que me transmitían las personas, que de sus rasgos específicos. El de Lourdes era un rostro-manchón de azul cielo con mil callejones de claroscuros, que serían los mismos que había en sus barrios tan ajenos al mío. Barrios periféricos, barrios no vistos, barrios hipotéticos sobre los que me traía historias increíbles.

Sé que con frecuencia me contaba esas historias entre la hora de regresar de la escuela y la hora de la comida, aunque sólo lo sé por la intuición que deja el ejercicio constante de repasar las propia memorias. Porque a ciencia cierta no recuerdo más que una historia. Y a ciencia cierta no recuerdo ni las palabras que al componían. Habrá dicho algo como: Mi novio está en una pandilla, ¿Y qué es una pandilla? - habré preguntado – Pues es que sale a la calle con sus amigos y eso, se llaman los Perros del Mal, ¿Y por qué se llaman así? - habré insistido. A esto recuerdo menos todavía las palabras precisas, pero la sensación es que nadie podía con ellos, que eran como los héroes de las películas de acción. Y continuó el relato: La cosa es que se peleó a navajazos con uno que le gritó así en la calle, ¿Y los dejan llevar navajas?, Ellos no tienen que pedir permiso.

Tampoco puedo decir mucho de las palabras precisas que habría en mi propia mente, pero habrá sido algo de incredulidad sobre el hecho de que existiera un mundo donde la gente no tiene que seguir todas las reglas, ni pedir permisos y donde buscan intencionalmente arriesgar la vida de esa manera. De tanta sorpresa, en una ocasión quise confirmar con mamá la existencia de algo así. Entonces el rostro-manchón de mamá fue rojo y crepitante. ¡Que no te vuelva Lourdes a contar de eso!

Menudo encabronamiento que me dio – no conocía esa palabra pero todo mexicano nace con el gen que le permite sentir encabronamiento por distinción de sentimientos más simplonamente anglosajones, como el ramplón enojo, o porteñamente argentinos como la indignación con manotazos al aire - ¿y yo qué? Si yo no controlo lo que me cuenta. ¿Cómo pueden hacerme responsable de algo que está fuera de mi control?



Las preguntas a las cosas

Silao, Guanajuato, algún mes del año de 1994

Por la mañana sí que recuerdo qué hicimos en el kinder. Llegó (---) El director. Así lo anunciaron la maestra y su ayudante, poniendo rostro-manchón gris con solemne textura de maderas finas y haciendo una ligera pausa antes del artículo definido:


(---) El director.


Era alto y delgado, claro que, por otro lado, a esa edad todos los adultos resultan altos. Lo importante es que su rostro era de nubes amarillas con muchos focos de colores parpadeantes y casaba bien con la falta de solemnidad que lo empujó dentro del salón y lo sacó del cajoncito en que lo habían puesto la maestras. Nos anunció que nos iba a dar una clase de (---) Ciencias y las palabras que haya dicho dieron a entender que con eso podíamos comprender los misterios más recónditos del mundo. Salimos al patio común y formamos un círculo. Al centro puso recipientes plásticos de formas cuadradas y rectangulares, de varios tamaños y materiales. Al final nos mostró una jarra llena de agua. Dio inicio a la (---) Ciencia: ¿Qué forma tiene el agua de esta jarra, niños?, Es de círculo maestro, Bueno, y cuando la vacíe en el molde cuadrado ¿qué forma va a tener?, Pues de círculo, ¿Seguros que el agua va a seguir siendo círculo?, Sí, seguros.

Recuerdo que tuve cierta suspicacia sobre su pregunta – yo no conocía esa palabra, pero todo mexicano nace con el gen de la suspicacia asociado al gen de la mirada sobre la autoridad – sólo que el sentido común de mis compañeros parecía sensato y concurrí. Entonces vació la jarra redonda en el molde cuadrado y el agua tomó forma de desequilibrio cognitivo. Claramente se había leído al Piaget y el muy cabronazo lo entendió tan bien que supo que a punta de experimentación y reto a la curiosidad, podía mandarnos escalera abajo directo al siguiente estadio cognitivo.

Manque yo seguí con la suspicacia aún saliendo de clases. Después de todo, él manipuló la jarra todo el tiempo. ¿Cómo saber que no guardaba algún truco? Si sabía palabras como (---) Ciencia y su rostro tenía luces de colores, claramente sabría también algún embrujo. Así que al llegar a casa saqué al pasillo vecinal una colección de tópers y un litrero lleno de agua. Había que aislar una variable, que podía ser la brujería de (---) El director, y cambiando al experimentador por un individuo no mágico, se ajustaba la metodología. En ese momento, sin saberlo, habré caído en la magia de (--) El director. Me indujo a dudar y replicar: sí sabía de ciencia y tenía también el embrujo del buen maestro.

Y vaya, no es mucho misterio lo que pasó: el agua cambiaba de forma independientemente de quién la vertiera. Tuve que repetirlo muchas veces y entonces empecé a acercar la carota a los recipientes. Ya había aceptado que el fenómeno era verdadero, pero ahora tenía que ver el momento exacto en que el agua cambiaba de forma. A bocanadas buscaba encontrar el mecanismo subyacente y, si para eso tenía que sumergir las narinas en el agua, lo haría. El arte de conocer los recónditos misterios del mundo no había terminado de traer una respuesta cuando ya dejaba otra pregunta más compleja. Y en medio de esa fascinación pasó un vecino: Niño, deja de hacer cochinero jugando con esa agua.

Menudo encabronamiento que me dio, ¿cómo podía regañarme y mandarme a dejar de hacer (---) Ciencia?



Las preguntas al sistema

León, Guanajuato, algún mes del año de 1995

Otro kinder, ¡vaya! Y aquí nadie tiene focos en la cara. El rostro de las maestras por las mañanas era color crema oscuro con manchas cafés y fibras secas de las que tienen las flores blancas cuando ya están marchitas y viejas. Más se les notaba todavía, cuando cuando nos ponían a rezar el Ave María antes de empezar el día. Yo en mi vida había escuchado esa oración y, de repente, se suponía que debía saberla de memoria. Así que a diario intentaba rescatar algo del murmuro colectivo de mis compañeros y juro, no sé por qué, que concluí que hablaba de papas fritas. Y ese botón es muestra de lo confusos que me resultaban los muchos rituales y reglas de esa escuela. El peor de los cuales era precisamente que cada día un compañero diferente lideraba el rezo. Entonces, si por algo rezaba yo, era porque no me tocara a mí, que sólo me sabía la parte de la papas fritas.

Y bueno, ahí había una clase de deportes con un profesor de rostro de borrón verde y ya, no había mucho más ahí que un borrón. Un día anunció que nos iba a enseñar a jugar futbol, pero sólo a los niños. De las niñas no sé qué fue. Nos llevó a la cancha y dio algunas instrucciones,
y del masacote en general indistinguible de palabras me quedó claro que cada equipo tenía una portería, pero que – muy para mi sorpresa – el juego se trataba de llevar la pelota a la portería del otro. Sí, era extraño que teniendo uno su propia portería, tuviera que usar la de los contrarios. Pero lo entendí y parece que fui el único al que le quedó claro. Porque a la voz de esta es mi portería, los autogoles llovieron en ambos equipos. Y yo corría de un compañero al otro para explicarle que era a la otra portería. Hasta que a un compañero con rostro café de paleta embarrada en el piso, no le gustó que le corrigiera y me pateó. Y me caí. Y chillé. Y miré al profesor cuyo manchón verde se rió en triángulos amarillentos, arqueó la cejas y me dijo que siguiera jugando.

Menudo encabronamiento que me dio ¿Cómo me madrean por ser el único que entendió el juego y la autoridad lo avala?



Las preguntas a uno mismo

Cholula, Puebla, algún mes del año de 1999

Ya van tres años en la misma escuela. No sabía que se podía durar tanto. Ese día estoy en el centro del patio de recreo y recuerdo haber pensado: Parece que aquí sí nos vamos a quedar. Había un subtexto a eso que, de nuevo, sólo sé por el hábito de repasar mis recuerdos, pero que nadie me ha hecho favor de poner en el guion. El tema subyacente es que ahora sí vale la pena hacer amigos. Y es que el último cambio de ciudad ya me costó transitarlo. Dejar atrás otra vez a Luisito, otra vez a un niño muy rápido que su nombre empezaba con R y a todos los demás que no recuerdo ni la inicial, pero tenían rostros amarillos, verdes, azules, o naranjas con canicas, con ruedas y con ojos de caricatura.

Fue entonces que me empecé a juntar con Miguel. A partir de esa edad ya recuerdo el nombre y recuerdo el rostro, que era color del cobre con los ojos alargados y los pelos lacios peinados en copete. Miguel me caía muy bien cuando jugábamos entre nosotros, pero se portaba raro cuando estaba con Gabriel y con Santiago, que tenían el rostro blanco y el cabello castaño claro. Entonces se ponía más agresivo con los demás, pero muy dócil con estos dos. Por eso los dos me caían mal, en especial Santiago, que lo convencía de hacer cosas que no quería.

Antes de terminar el primer semestre hubo un mes en que los papás de varios compañeros vinieron a clase a hablarnos de sus trabajos. El papá de Miguel fue uno de los que no vino y yo andaba con la duda de a qué se dedicaba. El asunto es que cuando le pregunté, Miguel evadió la pregunta y se fue a jugar futbol.

¿A qué se dedicaría? ¿Sería arquitecto como mis papás? ¿Sería ingeniero como el papá de Areli? ¿Sería dentista como la mamá de Cintia? Para la fortuna de mi curiosidad, una semanas después Miguel me invitó a comer a su casa. Por fin lo voy a saber.

Ese día llegamos a su casa y nos pusimos a, dizque, hacer la tarea. A los pocos minutos su mamá nos llamó a comer. La familia era más grande que las de otros compañeros con quienes yo había ido y la cocina tenía muebles más sencillos, pero aromas más inspiradores. El papá, sin embargo, no estaba ahí. Estaba en ese misterioso trabajo.

Después de comer nos pusimos a jugar, la neta, sin fingir más que nos importaba la tarea. En eso entró su papá a comer y yo me asomé de reojo pero no pude deducir a qué se dedicaba. Como sea, no tardé en enterarme. Tan pronto terminó de comer lanzó un fuerte grito a Miguel, quien se paralizó a medio juego, bajó la mirada y me dijo: Tengo que ir a ayudar a mi papá, pero tú quédate jugando, No ¿cómo crees?, En serio quédate, Te acompaño y les ayudo, No vas a querer, Te apuesto que sí, Ay ¿a poco quieres ir con las pinches vacas?, ¿En serio tienes vacas?, Uy, como veinte, ¡Qué cool!

Ahí está, era lechero.

Pusimos pastura, llenamos los abrevaderos, acarreamos cántaras de leche – más Miguel que yo, que nunca había cargado nada realmente – y luego hasta entramos al establo y enchufamos las vacas a la ordeñadora después de untar yodo en las ubres. En pocas palabras, hicimos ciencia. Pasadas las primeras resistencias, creo que a Miguel en realidad le gustó mucho explicarme todo el complejo arte de criar vacas y, claro, no paró de recordarme lo débil que era yo para acarrear cántaras.

Ya de salida me encontré con la hermana de Miguel, Lisa, que era un par de años mayor que nosotros. Se me plantó enfrente: Ya me dijeron que anduviste acarreando cántaras – yo creí que de nuevo me recordarían que apenas pude mover una de las pequeñas – Sí, ahí más o menos. Me miró fijamente y volvió a hablar: Tú no eres como los otros de la escuela, ¿Cómo como los otros?, Ay, pues ya sabes, como los otros con los que se lleva Miguel, los que nos miran así.

No pude ver la expresión de su mirada porque de inmediato me rodeó y se fue. Pero esto que me dejó, caló profundo. Así como antes los rostros eran manchones, esta idea también era un manchón. Era demasiado grande para entenderla, pero suficientemente clara y verdadera como para ignorarla. Había grupos en la escuela, grupos que no estaban dichos, pero eran vividos. Dos grupos donde unos miraban a otros y los hacían sentir de modos tales que reafirman quién va dónde y que reafirmaban qué papá mejor no ha de ir a hablar de su trabajo. También me dijo que yo, por algún motivo ajeno a mi comprensión y parte de esas cosas que estaban fuera de mi control, formaba parte de uno de esos dos grupos. Y los últimos enunciados que escribo ya son muchas más palabras de las que pude poner en ese momento. Entonces la idea era un manchón muy profundo, con claroscuros tan duros que sólo posarse en ellos era como caer de golpe desde varios metros de altura. Afortunadamente, que también eran la imagen más clara que nadie me había dado sobre las cosas. No conocíamos las palabras injusticia, clase o discriminación, ni hablar de habitus o reproducción cultural, pero parece que los mexicanos nacemos con todo ello en los genes.

Y estaba también lo claro de ese claroscuro. Que de algún modo, había una alegría en esa visita, que de algún modo la brecha era salvable, que de algún modo era posible ser de un grupo y entrar al otro también. Menuda alegría que me dio.



Las preguntas que hilan en el tiempo

Nuevo Caan, Quintana Roo, algún mes del año 2021

Los funcionarios federales tenían gestos rígidos y, tras cada andanada de reclamos de los ejidatarios, enunciaban impoluto el discurso que en su oficina habían preparado sobre lo mucho que estaba mejorando el lugar. Lo cual sólo provocaba un contraataque más intenso de parte de los representantes campesinos, incluida la amenaza de no dejarnos ir hasta que no estuvieran satisfechos. Y no fue mera amenaza, que todo empezó a las 9am y salimos de ahí a la media noche.

Seguramente las historias de los campesinos le parecerían ajenas e increíbles a los funcionarios. No comprenderían que hubiera un mundo donde la gente viviera fuera de las reglas de su estado y que no pidieran permiso para llegar a las reuniones con machete y se jugaran la vida con cada temporada de siembra. Seguramente las respuestas de los funcionarios le parecerían ajenas e increíbles a los campesinos. No comprenderían que hubiera un mundo donde todo dependiera de los papeles, donde la voluntad individual está amarrada por infinitas reglas y que no supieran lo que es jugarse, cuando menos, la palabra.

Y uno de esos funcionarios en realidad era un niño que veía dos grupos distintos, no dichos pero vividos. Dos jarras, una redonda y otra cuadrada, que vertían su agua de palabras, ideas y sentimientos, pero que, ahora sí, el agua no se adaptaba al nuevo molde. De algún modo rompimos la física. ¿Cómo podemos todos hacernos responsables de algo que parece fuera de nuestro control?

Esporádicamente los funcionarios se reían de nervios, o hasta de miedo. En la escuela no nos dijeron qué hacer con eso y menos en la Secretaría. Los campesinos veían las risas y las entendían como esas miradas que dicen quién va de qué lado y qué papá no tiene que venir a hablar de su trabajo. De hecho las risas parecen surgir cada vez que los campesino hablan de su trabajo y eso no ayuda.

Y el niño pensaba que todos los presentes, funcionarios y campesinos juntos, son ese equipo que mete gol en su propia portería. Y, repitiendo la historia, los que estaban madreados en el suelo eran justo los que pedían que chutáramos para el lado correcto. Pensó el niño: vamos a cambiar el molde, pero el molde grande, el que nos contiene a todos. Vamos a cambiar el formato de la reunión. En un momento de respiro, propuso terminar esa primera etapa antes de tiempo y desechar el plan de los funcionarios para la segunda etapa, mejor hacer mejor un taller participativo. Todos los funcionarios estaban cagados de miedo y esperando cualquier idea que sonara a salvación, además que cuando el uniforme del niño dice Gobernación, es más fácil que los otros del equipo ahora sí le hagan caso. Curioso giro a la autoridad.

En el inter de las dos etapas se trajo comida y el niño pensó que tal vez aquí sí vale la pena hacer amigos. Se paró del lado de la mesa de los funcionarios y se fue con los ejidatarios. Del lado de la mesa del pelo castaño al lado de la mesa de la piel de bronce. Específicamente, se fue con las ejidatarias que, casualmente, una se llamaba Lisa. Y entre bocado y bocado empezaron a relajarse, a reírse un poco y a verter palabras que ya ligeramente iban cambiando de forma. ¿Quién habría dicho que la intervención del Ave María sí llegaba por las papas fritas?

Entre los funcionarios, afortunadamente, había otro niño con el que hicieron mancuerna y algo se pudo acordar en las ocho horas restantes de negociación. Los ánimos siguieron tensos, ni hablar. Pero al finalizar los ejidatarios llamaron al niño a su esquina y le dijeron que gracias por acarrear cántaras de leche, que Santiago siempre jodía con que hicieran algo que no querían y ese día se sentía que no habían tenido que ceder.

Dos días después, volando de regreso a la Ciudad de México, el niño entendió que de todos modos a los funcionarios no les importaba dejar pudrir la leche. Y que ese pequeño formato que se cambió ese día, era superado mil veces por un formato mucho más grande y fijo. Un formato que con su lento andar por el pasillo vecinal de la vida pública decía: Niño, deja de hacer cochinero cambiando el agua de molde. Menudo encabronamiento que le dio ¿cómo podían regañarlo y mandarlo a dejar de hacer política?

Desde la ventanilla del avión a punto de aterrizar, la ciudad era un indistinguible manchón mezcla de todo en tonos de posibilidad y de pasado. Y el niño pensó que: sin embargo, se mueve. Que con el cambio de formato y los amigos y las papas fritas, el agua sí que cambió de forma. Que sí había (---) Ciencia y que sí había (------) Magia de buen maestro que sirvieran a esas palabras de justicia y de clase. Que hay que sacar más moldes al camino vecinal y hacer tiradero, que hay que acarrear más cántaras y pedirle más historias a Lourdes, que hay que hacer (---) El director a más brujos con focos en el rostro y que hay que insistir en patear el puto balón para el lado correcto. Y, cada que sea posible, cambiar el molde más grande y ser el agua que cambia con él.


Tizoc Sánchez

Vieja Ciudad de Hierro, algún mes del año 2024

jueves, 23 de septiembre de 2021

Zoopolis

 

En la esquina de la 69 Street con Central Park West Avenue, un portero abre la puerta de un edificio residencial para que entre un pomeranian con collar incrustado de diamantes. Detrás, viene una mujer de unos sesenta años, vestida como si los diamantes del pomeranian fueran a penas lo que sale en un estornudo de su cartera. El perrito recibe el bocadillo que el portero saca de un jarrón de cristal colocado sobre el escritorio de recepción y luego camina sobre las lajas de mármol con pasos como pequeños brinquitos que se asemejan a los de un caballo al trote en las competencias de equitación.

No se dirigen a su apartamento, sino al área de la piscina. Durante el recorrido, el pomeranian mira pasar a los empleados del edificio. Reconoce a muchos, si no por nombre y rostro, por las funciones que cumplen allí. Están los guardias de seguridad, valet parking, choferes, porteros, las maids de limpieza, mayordomos y conserjes. Algunos de ellos le devuelven la mirada y le sonríen. Sabe que es un buen muchacho, desde que llegó allí se lo han dicho: la mujer de sesenta años, los almohadones de plumas que cada tercer día hace trizas para que le traigan uno de nuevos colores y texturas, el pequeño filete de salmón que desayuna todos los días y, claro, el collar de diamantes.

Al llegar a la piscina, la mujer de sesenta años entabla conversación con un hombre de saco rosado y mascada de jaguar al cuello. El hombre le sugiere la posibilidad de mudarse a otro edificio en la quinta avenida, donde tendría que pagar cincuenta mil dólares mensuales más de renta, pero los servicios disponibles, lo estarían durante las veinticuatro horas. Absorta en su plática, no se da cuenta de que el broche de vil alambre en el collar de diamantes se desabrochó y se soltó cuando el pomeranian salió corriendo detrás de una pelota del color de su nuevo almohadón.

El pomeranian perdió de vista la pelota entre el bosque de piernas debajo de una mesa del área de desayunos al fresco. Al salir de allí, por inercia, siguió a uno de los mayordomos. Entraron a un pasillo que tenía puertas conectando todos los lugares que el pomeranian conocía tan bien, todos esos servicios que en este edifico de apartamentos sólo estaban disponibles por dieciséis horas al día, la biblioteca, la sala de eventos, la sala de proyecciones y el billar. Finalmente entraron por una de estas puertas, que llevaba a un lugar desconocido para el pomeranian: la cocina del club. Al principio era emocionante estar allí, por los gritos, el sonido metálico de las sartenes, las llamaradas; se sintió como en las escenas de desembarco en el día D, las de aquellas películas que la mujer de sesenta años ponía para él en la pantalla HD colgada sobre su perruna cama en su perruna habitación. Pero, al cabo, la experiencia comenzó a volverse demasiado real: la gente se movía sin fijarse que iban a pisarlo, nadie escuchaba sus ladridos bajo los gritos del chef y, ocasionalmente, caían utensilios afilados o pesadas sartenes cerca de su cabeza.

Escapando de un carrito de pastelería, halló cobijo debajo de unos anaqueles con papas. Justo en el momento en que se asentaba en él el sentimiento de estar seguro y protegido, notó un movimiento en su costado derecho. Era el roce de otro pelaje, más duro y corto que el suyo, la respiración más agitada de un cuerpo que se intuía del mismo tamaño que el suyo, y luego el tacto de una extremidad como una lombriz, todo esto mientras el otro animal salía huyendo y se escabullía por un hueco en la pared.

El pomeranian se quedó como congelado por algunos momentos, sabía exactamente lo que eso había sido. Se acercó al agujero en la pared e intentó entrar. Tal vez ambos animales eran del mismo tamaño, pero a él le faltaba la flexibilidad. Tras mucho empujar con sus patitas traseras, quedó atascado en el agujero, pero alcanzó a asomar la cabeza al interior de la alacena, al otro lado del hueco. Allí las vio a todas y supo que había tenido razón, eran ratas. Había visto algunas en televisión, pero estas eran diferentes. Tenían olor - desagradable - tenían una manera de moverse para ir a algún lugar de su interés y no sólo para la pantalla de la televisión, tenían un modo desesperado de roer los costales de arroz y, en grupo y en su guarida, mostraban una seguridad en sí mismas que no se contradecía con lo ansioso en el frenesí de sus movimientos. Pero, más que nada, podían hacer lo que les diera la gana, conocían escondites y pasajes, sabían cómo robar comida y no necesitaban puertas ni una señora de sesenta años que los paseara por la ciudad. Por lo menos las ratas del televisor estaban encerradas, como él, en su habitación. Pero estas, le parecía, la ciudad era de ellas.

Su pequeño ladrido iracundo se escuchó en el pequeño interior de la alacena. Decenas de rostros alargados con dientes afilados voltearon a mirarlo. Se acercaban lentamente, mientras él seguía ladrando desde sus celos y, peor aún, desde el miedo de aceptar que sentía envidia del placer de roer sacos de arroz en la oscuridad. Cuanto más se acercaban, más ladraba. Las ratas no respondían, porque no les gusta discutir con animales que no conocen, pero se le acercaban con los breves pasos de sus patas como manos rematadas con garras intranquilas.


lunes, 4 de enero de 2021

De libros, antisistemas y colibrís

 

Mire usted qué chulada de foto, no me va a decir que no. Seguro a los educadores con aspiraciones críticas nos gusta particularmente, ahí, todo chulo, el poder la lectoescritura para cuestionar el sistema. La primera vez que la vi, lo primero que me saltó fue el asunto de la presión tremenda que soporta ese libro allí, solito, debajo de tanto ladrillo. Me recordó a algunas historias que conozco de profesoras que quisieron echar a andar estrategias innovadoras en sus aulas y se toparon con un muro ante las actitudes de colegas y directivos que las llevaron a renunciar.

Pero luego hubo otra cosa, algo que me incomodaba. Conforme las fotografías nos hacen un acercamiento al libro, podemos ver que ese espacio para perturbar el status quo, lo pudo tomar cualquier objeto. El artista pudo haber colocado una lata, pudo haber colocado un sartén e, incluso, pudo haber colocado otro ladrillo; lo importante es que el objeto empujara la coyuntura de los dos ladrillos superiores, que estuviera "fuera de lugar" o "mal acomodado". O pensémoslo del modo contrario, el artista pudo haber colocado un libro - que así fuera de Marx o Bakunin - si hubiera sido colocado en el lugar exacto de un ladrillo de la fila, habría cumplido la función de soportar el orden del muro como cualquier otro ladrillo.

Curiosamente, mi espíritu alfabetizador estaba más contento con esta segunda observación que con la primera. Cualquiera pensaría que el alfabetizador sería el primer defensor a capa y espada de la lectoescritura como herramienta política, en lugar de ponerse a fantasear que cualquier objeto podría sustituir a un libro, siempre que esté en la posición adecuada. Pero el asunto es justo ese, que quienes hemos convivido con personas analfabetas, sabemos que no les falta nada para cuestionar o para entender las cosas; les falta, sí, un cierto dominio sobre el alfabeto y las palabras que se construyen con él, pero eso no les hace más ni menos inteligentes que quienes sí lo tienen. Del mismo modo, tenemos aquél dichoso refrán que dice que 'lo doctor no quita lo pendejo', que nos habla de gente con un profundo dominio del alfabeto y las palabras escritas, y una nula capacidad para nada fuera de ello.

Mi ejemplo favorito es un guatemalteco que fue mi jefe cuando yo trabajaba en limpieza de hoteles en Nueva York, lo llamaré Manuel. Manuel venía a mí para pedir ayuda con cualquier asunto relacionado con letras escritas: instrucciones, contratos e incluso el uso de la tarjeta bancaria en la que le depositaban su salario. Con las cuentas escritas era muy hábil, pero además de los números y firmar su nombre, le resultaba casi imposible leer o escribir cualquier palabra. Un día, Manuel me platicaba sobre su relación con los managers de distintas empresas en que había trabajado, casi siempre gringos que no hablaban español. Resultó que la mayoría habían sido gente decente, salvo por uno, James, que era grosero, exigía más de lo sensato, limitaba los recursos, ensuciaba lo que Manuel y su equipo ya habían lavado, bueno, era una fichita el hijo de la chingada. 

Manuel aguantó los malos tratos durante unas semanas, por eso de la precariedad en que viven los latinos indocumentados en EUA, pero al cabo decidió que valía la pena cambiar las cosas. Un buen día le dijo a los 20 trabajadores que comandaba, que a la siguiente madrugada llegaran media hora antes del turno, pero que no se reunieran en el sitio de trabajo, sino que esperaran en una esquina a tres calles de allí. Quince minutos antes de comenzar la jornada, Manuel le llamó por teléfono al jefe de James, un mexicano-americano que sí hablaba español y le dijo "mira, le dije a mi gente que ya no venga a trabajar, todos están en su casa, porque ya no soportamos a James, así que renunciamos", el tono del asunto era "si James es tan chingón, pues que lo haga él y que él convenza a la gente de venir a trabajar". Manuel confiesa que no tenía idea de cómo respondería el jefe de James, pero el hecho es que era imposible en quince minutos reclutar un equipo de veinte personas especializadas en limpieza y que tuvieran limpio el restaurante para antes de la hora de apertura. Después de explicar los malos tratos de James, Manuel ofreció "mira, si quitan a James, puedo hacer que mi gente venga corriendo desde sus casas y se apresuren a limpiar el lugar, si no es que ya se consiguieron otro trabajo, y aún lo tendremos listo a la hora indicada". El jefe de James aceptó, Manuel le echó una llamada a sus chicos que estaban tomando café y comiendo donas a tres calles de allí, entraron al restaurante sólo cinco minutos después de lo usual, hicieron su trabajo como siempre y a James nunca lo volvieron a ver.

Allí está el muro, el status quo, el orden opresivo, siendo cuestionado y, más que cuestionado, transformado por un hombre que sólo sabía escribir su nombre. Trabajando en la limpieza de ese tipo de establecimientos, aprendí que una de las herramientas más importantes es la espátula. Así que en lugar de un libro, tenemos a la sencilla y delgada espátula, y coloquémosla enla base del muro, haciendo la presión adecuada sobre la coyuntura de los pesados ladrillos que tiene encima. También funciona.

No sé si prestaron atención, pero el libro de la foto es 'El Castillo' de Franz Kafka, famoso por ser uno de los libros de más difícil interpretación en el cannon de la literatura 'culta'. Parecería que el artista de esa foto nos sugiere todavía más, que para poder cuestionar al statu quo, no sólo hace falta saber leer y escribir, sino que hace falta dominar las metáforas oscuras y complejas de autores checos que nadie en esas cocina neoyorkinas conocía (bueno, ni el ñoño que escribe estas líneas entendió La Metamorfosis hasta que vio un video de YouTube explicándola) y entonces, a la luz de la historia de Manuel ¿no parece hasta pedante la propuesta del libro en el muro, quiero decir, académicamente pedante? Por cierto, no niego, repito, no niego el poder de muchas obras literarias para tener ese mismo efecto, ni niego el valor de los mundos que abre la lectoescritura. (Tendría que ser muy mamerto para tener un blog lleno de letras y salir con eso.)

Voy viendo que es momento de invocar al santo patrono de los alfabetizadores y de los educadores críticos, el jefe Freire. El método de alfabetización de Freire comienza con una cosa llamada círculo de cultura, que es disparado a partir de otra cosa llamada palabra generadora, todo esto es decir, una plática sobre un tema que sea relevante para la vida de las personas que están aprendiendo a escribir. Una vez que se ha charlado sobre esa palabra generadora, o ese tema central a la vida de estas personas, el alfabetizador enseña cómo se escribe esa palabra. En el método freireano, la vida cotidiana y colectiva viene antes que el momento escolar/docente/alfabético, porque es la vida de las personas lo que le da sentido a las letras, no al revés. Por esto es que Freire utiliza la expresión 'leer el mundo' para hablar de una capacidad de lectura que va más allá del lenguaje escrito y que no depende de este, es una capacidad de interpretar la vida misma, como hizo Manuel con el ámbito de la vida laboral.

El buen alfabetizador no pretende 'acabar' con el analfabetismo de sus estudiantes, llenando una especie de vacío ignorante con las letras que trae en su mochila alfabetizadora; sino que pretende utilizar las experiencias de vida (las 'lecturas del mundo') de sus estudiantes, para que la lectura alfabética cobre algún sentido. Es por esto que el libro del muro puede ser legítimamente sustituido por cualquier otro objeto, una espátula, un sartén, una cuchara de albañil, lo que sea. Esto no hace más ni menos al libro, ni a estos objetos, sólo nos recuerda que debemos olvidarnos de esa idea según la cual las letras son el único camino a una cultura 'liberadora' o 'crítica' o 'cuestionadora'. El punto es preguntarnos en qué relación ponemos los saberes escolares con la realidad que se vive en el día a día.