martes, 18 de febrero de 2020

14 de Febrero



Catorce de Febrero, es una fecha que, supongo, se ha de escribir así con mayúsculas porque mueve muchas cosas. Como sea, fue viernes de salir de temprano, que es una alegría de los oficinistas. Los patrones que acceden a implementar cosas como esta o como el viernes de ropa casual, se sienten muy progresistas y abiertos, luego – los primeros días – los oficinistas sienten que se les ha concedido un favor y miran a sus jefes como los bebés miran a quien les trae una mamila, pero al paso de los meses y los años, los oficinistas se van convenciendo de que es un derecho laboral mínimo que es a duras penas suficiente para compensar otras miserias del capitalismo, y termina por parecerles un derecho ganado en alguna heroica revolución encorbatada. Antes se ganaban los derechos sociales y hoy nos conceden los viernes de salir temprano, ¿habremos olvidado cómo dejar un poquito nuestra individualidad en el nombre de una causa más grande? ¿Es la individualidad contradictoria a las cosas más importantes?
Libre, como francés tras la Bastilla, fui primero a la fuente de la Diana para tomarle una foto que poner en Instagram, porque estoy contento de haber vuelto a esta mugrosa ciudad – mi mugrosa ciudad – y los sentimientos que no se plasman en las redes, estos días, no estamos seguros de que existan.
Luego anduve hasta el barecito, ese que vi hace unos días mientras paseaba con una amiga. Me recordó a los bares de Nueva York – una de las pocas cosas que extraño de esa sobrevalorada ciudad. Tenía el letrero de cerveza Delirium Tremens, una cerveza malísima, carísima y con un elefante rosa por logotipo que, por algún motivo, era demasiado popular en la gran manzana. Además tenía los grifos de la cerveza de barril y los bancos altos en la barra y no sé qué más que se parecía mucho a los de allá. Así que entré y pedí una Stout, negra, fuerte, cremosa, con poca espuma para mi gusto. Al cabo, la acompañó una hamburguesa y unas páginas de Mark Twain.
Después del bar me dirigí al cafecito, ese en el que un pan y un café chico me salen en lo mismo que una comida corrida en un día normal. Pero ¿qué importa? Es día de salir temprano. Fue entonces que pensé en ti. Ayer fue Trece de Febrero – día que no mueve tanto, pero aquí es central – nos llevaste a cenar para adelantar el Catorce porque el mero Catorce no nos quedaba a ninguno de los dos, me llevaste chocolates y luego dijiste que habría un regalo mayor, que si podía adivinar lo que sería. Un libro, respondí. Te sorprendiste de que lo supiera y yo expliqué que sé cuánto me conoces. La verdad es que te vi revisar en tu celular el envío de paquetes de Gandhi, pero aún así las dos cosas son ciertas y me gusta cómo sonríes cuando digo algo del estilo de “sé cuánto me conoces”.
Ese Trece de Febrero es especialmente importante porque se hizo a petición tuya, tú me dijiste que querías un Catorce de Febrero en Trece. Eso había que aclararlo porque soy sabinero, de esos que escuchan la canción de “yo no quiero un amor civilizado” y “yo no quiero un catorce de febrero”. La verdad es que se trata menos de ser sabinero, o sea de escuchar al loco de Úbeda, y más de que tengo yo no sé qué dificultades internas que me impiden sentirme cómodo en estas fechas y celebraciones (hace años que me niego a festejar mis cumpleaños). Pero esta vez fui muy contento a nuestro Catrece de Febrero, porque me pediste algo que querías, a pesar de que sabías que a mí no me entusiasmaba, y me lo pediste de un modo en el que al principio de nuestra relación no nos hablábamos, dijiste lo que querías, lo dijiste con cariño y con intenciones claras. Antes me costaba tanto adivinar lo que querías y, cuando lo decías, salía ya abollado de frustración, molestia e inseguridad.
Llegué al cafecito, afuera una muchacha vendía flores y recordé que ayer quise comprarte una flor antes de vernos, pensaba comprarla a la hora de la comida, quería que fuera una flor naranja, de ser posible, con trazos rojos. Pero a la hora de la comida me invitaron a comer unos compañeros. Yo accedí y en lugar de dejarlos un poco antes o unírmeles un poco después para ir por la flor, estuve todo el tiempo con ellos. Ese tipo de relaciones me importan mucho, creo que esos momentos de la cotidianidad son fundamentales para construcción de relaciones sociales sólidas y hasta democráticas, indispensables en un trabajo que pretende tener un impacto social. Así que les dediqué todo el tiempo.
Tras salir del cafecito con mis ochenta pesos de consumo en las manos, la muchacha de las flores seguía allí. Me detuve a verla y, no sé cómo, terminé por preguntarme si soy egoísta. Catorce de Febrero y gasté bastante en mí. Ayer tú nos organizaste todo y yo no te tuve nada. Mañana voy a gastar otra buena cantidad en una de esas barberías hipsters donde te cobran un platal por usar su diseño de interiores para hacerte sentir que eres un rudo motoquero y luego venderte toallas con olor a manzanilla en la cara y maniquiur. Podría intentar agregar desagravantes, como que antes no solía hacer estos gastos (es la primera vez que tengo un sueldo decente y fijo) o que en Nueva York la pasé muy mal. Pero no hay nada que desagravar, porque no hay nada de malo en consentirme un poco. La pregunta, sin embargo, sigue en pie ¿soy egoísta? Podría, seguramente, consentirme a mí y consentirte a ti también.
Como, para bien y para mal, casi todo se me resbala, no pensé más en el asunto, seguí caminando hasta que la lluvia me hizo meterme al metro. Allí, quién sabe cuántos metros bajo la tierra, con una mano en el pasamanos y con la otra en el celular, como las más estereotípica imagen del godín de gran urbe, entró tu mensaje. Claro y al punto, como no me hablabas al principio de lo nuestro, como te tomó bastante esfuerzo hablarme, pero cuando lo lograste ganamos mucho en la relación. Claro y al punto me dijiste que habías esperado algo de mí el día de hoy, un mensaje, un chocolate, una flor. No era un reclamo, era comunicación.
Me dejaste pensando. Ser detallista, eso de ser detallista, como le decimos quienes habitamos este fragmento de existencia entre el Río Bravo y Guatemala. Antes lo fui, no creo que te hayan tocado esos tiempos, o bueno, ni te tocaron mucho ni lo fui tanto, pero sí que antes lo fui más. Lo dejé perder y aquí es importante la formulación de la frase, porque no lo perdí como quien, de repente, cae en cuenta de que no trae las llaves de casa; lo dejé, lo dejé perder, como si alguien un día sacara las llaves de su bolsillo un minuto, y al día siguiente, dos, y al siguiente, tres, para irse desacostumbrando a tenerlas guardadas, para tentar a la suerte y que un día de esos ya no estén más allí. Pero la analogía se quiebra, porque las cosas del corazón no son como los llaveros. Un llavero se perdería, pero las cosas del corazón, no. Si te propones dejarlas perder, un día meterás la mano al bolsillo y pensarás que ya no están allí, porque eso es lo que quieres pensar, aunque ellas siguen allí, sintiendo tu mano tocarlas y mirándote con extrañeza cuando las ignoras y ellas recuerdan cómo antes las querías tanto. Una vez que estás convencido de que se perdieron, tienes que explicar por qué tus dedos aún sienten algo cuando entran al bolsillo, así que inventas cosas.
Me inventé cosas. Inventé que no lo hacía, porque cuando lo haces, se enamoran de ti - que es parcialmente cierto - y cuando se enamoran de ti, se ilusionan - que es parcialmente cierto - y que no es bueno ilusionarse conmigo, porque al final siempre me elijo a mí, me voy al DF, me voy a Nueva York, priorizo mi trabajo o mis estudios ¿y para qué cultivar una decepción?
Vi esas cosas que me había inventado y me las quise creer por un momento. Que, de algún modo, esa falta de atenciones románticas es producto de un desajuste entre mi libertad y la naturaleza del estar en pareja. Pero me hablaste claro y al punto y no podría perderme en vaivenes de confusiones si me hablaste claro y al punto. Así que, claro y al punto, creo que quise dejar perder esos detalles que enamoran, no para evitar que se enamoraran de mí, sino que quise dejarlos para no enamorarme yo. No para ahorrarle la decepción a alguien más, sino para ahorrarme la decepción a mí. Porque crecí pensando que uno entrega su libertad ante la naturaleza del estar en pareja, pero cuando llegó el momento descubrí que no soy quien hace eso y el reto se vuelve aprender lo que no me enseñaron, entregarme a la vida en pareja del mismo modo en que me entrego a mi libertad. Y que una cosa, tarde o temprano, pondrá en jaque a la otra, pues sí, pero los modelos lineales nunca me gustaron.
No es disculpa, ni es una promesa de esas que se autoengañan, es comunicación; porque si me esfuerzo por hablarte de las cosas que antes no te hablaba, ganamos mucho.