Una mujer camina con dos niños pequeños de la mano, al costado del área de juegos, y las gaviotas los ignoran mientras ellos las miran y señalan con el dedo. Esos hijos de la civilización nunca han posado los ojos en las tierras - donde quiera que sea - a las que las gaviotas volaron durante el invierno. Pero la vista desde el cielo sí que la tienen, o eso es lo que creen. Porque esta ciudad eso te da, esa sensación de volar y de adueñarse y de tener derecho de y también de tener derecho sobre. "Si lo logras en Nueva York, lo logras en cualquier lado" se dice en los Estados Unidos. Joéputa, se dice en Colombia. Y joéputa digo yo a la frase estadounidense. Ya quiero verlos lograrlo en Ciudad Juárez después de Nueva York.
Las gaviotas lo saben, que no hay un lugar mejor que otro, sino que es el clima. Pero los hijos de la civilización tienen máquinas que hacen verano en sus casas cuando afuera es invierno e invierno en sus oficinas cuando afuera es verano. Creen que tienen la vista desde el cielo, porque tienen un mirador en el piso ochenta de donde nunca se tienen que mudar. Pero si la vista desde el cielo es verlo todo, todo sólo puede realmente ser visto, todo sólo demanda realmente nuestra atención cuando tenemos que responder a ello, cuando todo se nos cuela entre el plumaje. Y esas gaviotas que migran, esas hermosas gaviotas migrantes, han tenido que responder a todo, por eso lo han visto de verdad. Han sentido el frío de la urgencia y el calor de dejar el nido en nombre del mismo nido, sin artificios de climas imaginarios forzados sobre la realidad.
Y las gaviotas dejan mi pequeña calle de Brooklyn sin necesidad de pagar la tarifa del metro como haría yo. Cruzan el East River sin tener que tender unos puentes como los hijos de la civilización. Y si les da la gana, se posan en alguna ventana de esa gigantesca máquina del clima llamada Wall Street. Al interior de la cual otro hijo de la civilización las mira y las compadece. Creyéndose tan listo, so smart, hasta supone que es él quien de verdad tiene las alas, no por nada ha llegado hasta donde está. No siente la necesidad de compartir lo que ve con su vecino de oficina, no digamos, con el mundo por un texto de gaviotas; porque el mundo, para él, es ese texto de indicadores en su monitor. La vista desde el cielo es para él la danza de los diminutos brillos en verde, azul y rojo que hablan poco, en realidad, que no hablan ni saben su coreografía que es dictada por alguna tarjeta de verde con dorado como los anhelos de ese hijo de la civilización. Pero un día, esa tarjeta irá a dar a un vertedero de basura, donde una gaviota podría sentir curiosidad de su brillo y juguetearla con el pico, hasta ver cuán inútil es. La gaviota no sabe que esa pequeña urbe de circuitos podría darle el verano sin dejar Manhattan. Y si lo supiera, la destruiría. La destruiría porque para gozar ese verano virtual, tendría que quedarse en un adentro, en un interior, y no podría ya más volar. Y no sabría, al cabo de unos días, unos meses, unas generaciones, en qué interior se ha quedado. Si en el interior de unas paredes o en el interior de sus anhelos inexplorados que se pasaron a llamar necesidad de acumular.
A esta hora las gaviotas no volotean más tras de mi ventana, tal vez van camino del downtown o tal vez se fueron al Queens, donde debe haber alguien, un ser humano, que hable su idioma. Ahora me quedo con los ruidos del martillo hidráulico, de esa criatura infinita que se llama ambulancia de Nueva York, de esos autos de policía que no tienen marcas y se aparecen cuando los muchachitos negros de mi barrio se juntan por más de diez y hacen bulla y no dejan pasar a los autos. Si tuviera un don muscial podría, como Gerschwin, hallar la rapsodia entre esta danza macabra de hijos de la civilización, rapsodia que está allí, entre los márgenes, colándose por los resquicios de los planes que se trazan desde el monitor y explotando en la locura de las mentes más grandes de mi generación.
Y está muy allí esa rapsodia limítrofe, está en un anciano o una niña, o todo lo anterior, que espera a las gaviotas en Jackson Heigts o en el Bronx o en el Barrio, con mendrugos de pan que saben al final de un viaje que no termina de continuar. Y es justo en una de esas esquinas stop and frisk, que no se ven desde la ventana de la gran máquina del clima, que se siente que se ha llegado a algún lugar. Ne notoca, dan ganas de gritar, a sabiendas de que habrá respuesta en ese alebrije de puerto fenicio mediterráneo con red de caminos incas, que algo o alguien batirá unas alas, extenderá una espiritrompa o sólo mirará desde abajo de un turbante con esa media sonrisa de santidad antigua que sabe que los lugares no se extrañan por estar a cientos de kilómetros, sino que se llevan en el corazón. Y nadie exclamará, los labios seguirán cerrados, las manos seguirán cargando y empujando y comprando y tocando algún candombe himalayo, business as usual, the business of being alive. Salvo cuando la última flor caiga bajo la presión de un copo de nieve, porque entonces una gaviota y un ser humano dirán, ah, el clima, aquí está. Y lo verán, lo verán pro tenerlo enfrente en el monitor de la historia encarnada de la humanidad.
Lejos de las grandes salas de banderas y de traducción simultánea, los sueños se enhebran con las exhalaciones infantiles en el patio de recreo. Una sangre corre, porque la materia sólida de esta ciudad no puede ser prótesis de la certezas que se dejaron atrás. Y, por correr a borbotones por heridas que son la forma misma de la sociedad, fertiliza ese mestizaje tan de gaviotas llamado futuro.
Fragmento de Nueva York tomado de la no-publicidad. |
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