La mañana es fría, pero el sol brillante quema y te obliga a
entrecerrar los ojos al reflejarse en todo, incluso en el negro del asfalto. El
viento sopla suave, sin prisas, porque sabe que le basta con apenas acariciarte
las manos para que el frío te perfore. Algún motor ruge en la bocacalle a
tu espalda, a su sonido sólo lo supera el del reguetón que el conductor dominicano
decidió compartir con toda la ciudad. Algo metálico rechina arrastrándose y
luego golpetea girando torpemente, vuelve a rechinar al arrastrarse y vuelve a
golpetear: un autobús va empujando un bote de basura por la avenida, a ratos se
engancha con la defensa y a ratos rueda. Un aroma agridulce y cálido se cuela
por tus fosas nasales, es pollo frito con salsa de piña.
El sol se oculta tras una nube, por fin puedes abrir los
ojos, tus párpados ya se cansaban y tú comenzabas a notar que son músculos que
hacen esfuerzo y se agotan como cualquier otro. El viento cede justo cuando
acababas de meter las manos en los bolsillos de la chamarra. El dominicano del
reguetón acelera justo con la luz verde. El bote de basura rueda hacia un
lado, librándose del camión y bajando por la avenida en dirección al cruce de
la calle 185. El viejo que está a tu derecha en la misma banca de la parada de autobús
te toca el hombro y te pide que abras por él la bolsa de salsa picante para su
pollo frito, te explica que sus dientes son débiles y que con los dedos no
basta para romper el plástico.
Lo intentas con los dedos y en efecto no basta. La bolsa de
salsa huele al agridulce que le impregnaron los dedos con los que el viejo ha
estado comiendo el pollo en un plato de unicel. Lo cierto es que no quieres
introducir la bolsa en tu boca por no introducir algo que pasó por los dedos
con comida, con saliva, con el aliento de un desconocido, pero eres amable, así que lo haces. Te agradece y
sus dedos con olor agridulce vuelven a concentrarse en el pollo. El olor te queda en la boca, impregnado como en la pared posterior de la garganta donde por más que carraspeas o respiras de la bufanda recién lavada, resulta inalcanzable. O tal vez el olor no está en realidad allí, tal vez es sólo tu lado oscuro
fingiéndolo para arruinar tu buena acción por el resto del día con esa
sensación de tener la boca llena con la comida agridulce de los dedos con saliva y aliento de un
desconocido. Llega el camión, vas a la oficina.
El sabor a pollo agridulce no te abandonó en todo el día: el
agua fue pollo agridulce, el sándwich de jamón fue pollo agridulce y el café
fue pollo agridulce. Cada anciano en tu camino era potencialmente alguien que
te pediría que abrieras un empaque de comida por él, petición a la que no
podrías negarte, así que los evitabas si los veías venir.
Mientras el autobús te lleva a la misma parada del desdichado suceso por la mañana, recuerdas el local de pizza que está a una cuadra
de allí. Es una pizza tan buena que debería ser capaz de sobrescribir tu
obsesión por el sabor a pollo agridulce. Te bajas en la parada, caminas la cuadra
de distancia y te detienes en la esquina para a cruzar la calle, pues el local
está en la otra acera. Mientras esperas a que el semáforo detenga el tránsito,
un problema se hace presente, y es que sólo queda una rebanada de pizza en la
vitrina. Ya es tarde, sabes que no van a preparar más, es la última rebanada del día.
Esto es un problema, porque la adolescente que está a tu izquierda mira en la
misma dirección; podría ser casualidad que mire en esa dirección, pero hoy por
la mañana fuiste atacado por la luz del sol, el frío del invierno, el viento y
el pollo agridulce de un anciano, es completamente sensato que esa adolescente
sea un riesgo para tu única posibilidad de deshacerte del mal sabor de boca.
En automático tus pupilas se dilatan, tus oídos se afinan,
tu corazón bombea grandes cantidades de sangre y lo notas en tu carótida que se
expande cada vez más, tus pulmones comienzan a trabajar al ciento veinte
porciento de su capacidad. Es el sistema nervioso simpático, lo estudiaste en
sexto de primaria, le ha ayudado a sobrevivir a tus ancestros y ahora puede
ayudarte a ti, especialmente porque tu competidora no se ha percatado de que
van por la misma presa.
Confías en tu cuerpo, claramente está comprometido con la
causa, ahora necesitas una estrategia. Debes usar el clima a tu favor, llovió
hace poco y hay un charco enorme junto a la banqueta, si te colocas de manera
adecuada, ella tendrá que pasar detrás de ti o bien rodearte porque el charco
le bloqueará la vía más corta. En cuanto emprendas la marcha, debes cruzar
directo hacia la pizzería que está casi a un tercio de la cuadra y olvidarte del
paso peatonal. Tendrás, sin embargo, que regular tu velocidad: tan rápido como
para llegar antes que ella, pero no tanto como para que sospeche lo que sucede, que al cabo, como dijo algún filósofo chino, la guerra es el arte del engaño.
Pero hay una cosa más, si cruzaras antes de que el semáforo
marque el rojo, tendrías la definitiva ventaja. No lo piensas dos veces y te arrojas.
Primer paso, miras de reojo para ver si no habrá adivinado tu plan. Parece que
no, sigues con seguridad. Segundo paso, casi has cruzado el primer carril.
Segundo paso y medio, trastabillas porque, no te habías dado cuenta, viene un
taxi en el segundo carril. Tercer paso bruscamente desviado hacia un lado, te
detienes justo antes de la línea que separa el carril y esquivas el taxi
mereciendo un ¡ole! de un público que no te lo reconoce. Cuarto paso, es hacia atrás, estás perdiendo
el equilibrio. Quinto paso, es también hacia atrás y acelerado: viene otro auto,
ahora sobre el primer carril al que volviste. Sexto paso hacia atrás, luego tus
pies se levantan en el aire. Séptimo paso, si se le puede llamar así, es con tu
trasero sobre el charco; algo brusco, sí, pero te saca del camino del
automóvil.
Podría parecer que has vuelto al punto de inicio y en peores
condiciones, pero si lo ves por una arista más optimista, es el engaño
perfecto. Ahora, menos que nunca, sospecha ella de tu plan. Así que te pones en pie
justo con el cambio de luz del semáforo y ejecutas tal como estaba
programado. Éxito. Cuando abres la puerta del local, ella está a penas
alcanzando la otra acera. Te diriges al mostrador.
Hola, una rebanada,
por favor.
Una disculpa, se la
quedo a deber, porque es para la señorita.
El local está vacío, no comprendes de cuál señorita habla.
El pizzero nota tu desconcierto y explica.
Ella, esa señorita que
va entrando.
Es la adolescente a la que derrotaste con tu magna estrategia de
cruce de calle. Su cabello corto y azul, sus ojos con forma de almendra fuertemente
delineados, sus labios morados o negros, la delgada gargantilla de aros, el gorro
con orejas de gato. Es la misma. Se acerca al mostrador y le entregan esa, la
última, tu última, rebanada de pizza. Algo más nota el pizzero en tu expresión
que vuelve a explicar.
La señorita ya había
pagado, pero mientras se calentaba la rebanada fue por un refresco, porque a
nosotros ya se nos terminaron.
Ahora ‘la señorita’ te mira. Puedes ver la sinapsis de sus
neuronas. Ha conectado tu prisa por cruzar la calle, tu caída en el charco, con
la mísera intención de una persona que parece adulta de ganarle una rebanada de
pizza a una adolescente. Te ha derrotado sin siquiera combatir, te ha derrotado
haciéndote movilizar todas tus energías y estrategias en vano, ahora te derrota
al descubrir tu infantil engaño. Pero al parecer es una buena triunfadora y
mientras sale del local te sonríe amablemente, sin altanerías de vencedora. Lo
cierto es que eso sólo te irrita más.
Oiga, pero fíjese,
todavía nos queda una empanada de atún, si quiere.
Aceptas la oferta, algo es algo, dijo el diablo, y cargó con
un obispo. Pagas, te entregan la empanada. El olor a atún es demasiado fuerte,
si no fuera porque quieres deshacerte del sabor a pollo agridulce, la
considerarías repulsiva. Ese fuerte olor de atún te da una idea, entra en acción
el sistema simpático. Alcanzas un sobrecito amarillo de salsa picante, abres la
empanada por la mitad, sumerges los dedos en el relleno y los impregnas de atún,
luego los embarras en toda la superficie del sobre para que adquiera las propiedades atuníferas del relleno. Sales corriendo con la
empanada abierta en una mano y el sobre cerrado en la otra, alcanzas a la
señorita adolescente en la siguiente esquina y la llamas.
Disculpa, disculpa.
¿Me podrás ayudar a abrir el sobre? Es que con los dedos no se puede y tengo un
dolor de muelas que no puedo morderlo.
Te dice que sí, te da el plato con su rebanada de pizza para
que lo sostengas mientras toma el sobre de salsa. Comienzas a saborear la
venganza. Te quitó la rebanada de pizza, pero ahora pasará la noche con el sabor de boca a empanada de atún con dedos, saliva y aliento de
un desconocido. Maquiavelo estaría orgulloso de ti. La señorita adolescente mete
la mano a su bolsillo, jala una cadena de metal, al extremo de la cadena hay un
llavero y una navaja suiza. Tu sistema parasimpático se desactiva, temes lo peor. Ella alcanza la navaja y saca unas tijeras, corta
una esquina del sobre de salsa que luego coloca entre tu mano y la empanada. De esa misma mano toma tu servilleta, se limpia los
residuos de aceite atunoso que le dejó el sobre, toma de tu otra mano su plato
con la rebanada de pizza, da la media vuelta y se va. Jaque mate, estás ante
una profesional.
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