lunes, 16 de enero de 2017

Problemas de ciudad

La mañana es fría, pero el sol brillante quema y te obliga a entrecerrar los ojos al reflejarse en todo, incluso en el negro del asfalto. El viento sopla suave, sin prisas, porque sabe que le basta con apenas acariciarte las manos para que el frío te perfore. Algún motor ruge en la bocacalle a tu espalda, a su sonido sólo lo supera el del reguetón que el conductor dominicano decidió compartir con toda la ciudad. Algo metálico rechina arrastrándose y luego golpetea girando torpemente, vuelve a rechinar al arrastrarse y vuelve a golpetear: un autobús va empujando un bote de basura por la avenida, a ratos se engancha con la defensa y a ratos rueda. Un aroma agridulce y cálido se cuela por tus fosas nasales, es pollo frito con salsa de piña.
El sol se oculta tras una nube, por fin puedes abrir los ojos, tus párpados ya se cansaban y tú comenzabas a notar que son músculos que hacen esfuerzo y se agotan como cualquier otro. El viento cede justo cuando acababas de meter las manos en los bolsillos de la chamarra. El dominicano del reguetón acelera justo con la luz verde. El bote de basura rueda hacia un lado, librándose del camión y bajando por la avenida en dirección al cruce de la calle 185. El viejo que está a tu derecha en la misma banca de la parada de autobús te toca el hombro y te pide que abras por él la bolsa de salsa picante para su pollo frito, te explica que sus dientes son débiles y que con los dedos no basta para romper el plástico.


Lo intentas con los dedos y en efecto no basta. La bolsa de salsa huele al agridulce que le impregnaron los dedos con los que el viejo ha estado comiendo el pollo en un plato de unicel. Lo cierto es que no quieres introducir la bolsa en tu boca por no introducir algo que pasó por los dedos con comida, con saliva, con el aliento de un desconocido, pero eres amable, así que lo haces. Te agradece y sus dedos con olor agridulce vuelven a concentrarse en el pollo. El olor te queda en la boca, impregnado como en la pared posterior de la garganta donde por más que carraspeas o respiras de la bufanda recién lavada, resulta inalcanzable. O tal vez el olor no está en realidad allí, tal vez es sólo tu lado oscuro fingiéndolo para arruinar tu buena acción por el resto del día con esa sensación de tener la boca llena con la comida agridulce de los dedos con saliva y aliento de un desconocido. Llega el camión, vas a la oficina.
El sabor a pollo agridulce no te abandonó en todo el día: el agua fue pollo agridulce, el sándwich de jamón fue pollo agridulce y el café fue pollo agridulce. Cada anciano en tu camino era potencialmente alguien que te pediría que abrieras un empaque de comida por él, petición a la que no podrías negarte, así que los evitabas si los veías venir.
Mientras el autobús te lleva a la misma parada del desdichado suceso por la mañana, recuerdas el local de pizza que está a una cuadra de allí. Es una pizza tan buena que debería ser capaz de sobrescribir tu obsesión por el sabor a pollo agridulce. Te bajas en la parada, caminas la cuadra de distancia y te detienes en la esquina para a cruzar la calle, pues el local está en la otra acera. Mientras esperas a que el semáforo detenga el tránsito, un problema se hace presente, y es que sólo queda una rebanada de pizza en la vitrina. Ya es tarde, sabes que no van a preparar más, es la última rebanada del día. Esto es un problema, porque la adolescente que está a tu izquierda mira en la misma dirección; podría ser casualidad que mire en esa dirección, pero hoy por la mañana fuiste atacado por la luz del sol, el frío del invierno, el viento y el pollo agridulce de un anciano, es completamente sensato que esa adolescente sea un riesgo para tu única posibilidad de deshacerte del mal sabor de boca.
En automático tus pupilas se dilatan, tus oídos se afinan, tu corazón bombea grandes cantidades de sangre y lo notas en tu carótida que se expande cada vez más, tus pulmones comienzan a trabajar al ciento veinte porciento de su capacidad. Es el sistema nervioso simpático, lo estudiaste en sexto de primaria, le ha ayudado a sobrevivir a tus ancestros y ahora puede ayudarte a ti, especialmente porque tu competidora no se ha percatado de que van por la misma presa.
Confías en tu cuerpo, claramente está comprometido con la causa, ahora necesitas una estrategia. Debes usar el clima a tu favor, llovió hace poco y hay un charco enorme junto a la banqueta, si te colocas de manera adecuada, ella tendrá que pasar detrás de ti o bien rodearte porque el charco le bloqueará la vía más corta. En cuanto emprendas la marcha, debes cruzar directo hacia la pizzería que está casi a un tercio de la cuadra y olvidarte del paso peatonal. Tendrás, sin embargo, que regular tu velocidad: tan rápido como para llegar antes que ella, pero no tanto como para que sospeche lo que sucede, que al cabo, como dijo algún filósofo chino, la guerra es el arte del engaño.
Pero hay una cosa más, si cruzaras antes de que el semáforo marque el rojo, tendrías la definitiva ventaja. No lo piensas dos veces y te arrojas. Primer paso, miras de reojo para ver si no habrá adivinado tu plan. Parece que no, sigues con seguridad. Segundo paso, casi has cruzado el primer carril. Segundo paso y medio, trastabillas porque, no te habías dado cuenta, viene un taxi en el segundo carril. Tercer paso bruscamente desviado hacia un lado, te detienes justo antes de la línea que separa el carril y esquivas el taxi mereciendo un ¡ole! de un público que no te lo reconoce. Cuarto paso, es hacia atrás, estás perdiendo el equilibrio. Quinto paso, es también hacia atrás y acelerado: viene otro auto, ahora sobre el primer carril al que volviste. Sexto paso hacia atrás, luego tus pies se levantan en el aire. Séptimo paso, si se le puede llamar así, es con tu trasero sobre el charco; algo brusco, sí, pero te saca del camino del automóvil.
Podría parecer que has vuelto al punto de inicio y en peores condiciones, pero si lo ves por una arista más optimista, es el engaño perfecto. Ahora, menos que nunca, sospecha ella de tu plan. Así que te pones en pie justo con el cambio de luz del semáforo y ejecutas tal como estaba programado. Éxito. Cuando abres la puerta del local, ella está a penas alcanzando la otra acera. Te diriges al mostrador.
Hola, una rebanada, por favor.
Una disculpa, se la quedo a deber, porque es para la señorita.
El local está vacío, no comprendes de cuál señorita habla. El pizzero nota tu desconcierto y explica.
Ella, esa señorita que va entrando.
Es la adolescente a la que derrotaste con tu magna estrategia de cruce de calle. Su cabello corto y azul, sus ojos con forma de almendra fuertemente delineados, sus labios morados o negros, la delgada gargantilla de aros, el gorro con orejas de gato. Es la misma. Se acerca al mostrador y le entregan esa, la última, tu última, rebanada de pizza. Algo más nota el pizzero en tu expresión que vuelve a explicar.
La señorita ya había pagado, pero mientras se calentaba la rebanada fue por un refresco, porque a nosotros ya se nos terminaron.
Ahora ‘la señorita’ te mira. Puedes ver la sinapsis de sus neuronas. Ha conectado tu prisa por cruzar la calle, tu caída en el charco, con la mísera intención de una persona que parece adulta de ganarle una rebanada de pizza a una adolescente. Te ha derrotado sin siquiera combatir, te ha derrotado haciéndote movilizar todas tus energías y estrategias en vano, ahora te derrota al descubrir tu infantil engaño. Pero al parecer es una buena triunfadora y mientras sale del local te sonríe amablemente, sin altanerías de vencedora. Lo cierto es que eso sólo te irrita más.
Oiga, pero fíjese, todavía nos queda una empanada de atún, si quiere.
Aceptas la oferta, algo es algo, dijo el diablo, y cargó con un obispo. Pagas, te entregan la empanada. El olor a atún es demasiado fuerte, si no fuera porque quieres deshacerte del sabor a pollo agridulce, la considerarías repulsiva. Ese fuerte olor de atún te da una idea, entra en acción el sistema simpático. Alcanzas un sobrecito amarillo de salsa picante, abres la empanada por la mitad, sumerges los dedos en el relleno y los impregnas de atún, luego los embarras en toda la superficie del sobre para que adquiera las propiedades atuníferas del relleno. Sales corriendo con la empanada abierta en una mano y el sobre cerrado en la otra, alcanzas a la señorita adolescente en la siguiente esquina y la llamas.
Disculpa, disculpa. ¿Me podrás ayudar a abrir el sobre? Es que con los dedos no se puede y tengo un dolor de muelas que no puedo morderlo.
Te dice que sí, te da el plato con su rebanada de pizza para que lo sostengas mientras toma el sobre de salsa. Comienzas a saborear la venganza. Te quitó la rebanada de pizza, pero ahora pasará la noche con el sabor de boca a empanada de atún con dedos, saliva y aliento de un desconocido. Maquiavelo estaría orgulloso de ti. La señorita adolescente mete la mano a su bolsillo, jala una cadena de metal, al extremo de la cadena hay un llavero y una navaja suiza. Tu sistema parasimpático se desactiva, temes lo peor. Ella alcanza la navaja y saca unas tijeras, corta una esquina del sobre de salsa que luego coloca entre tu mano y la empanada. De esa misma mano toma tu servilleta, se limpia los residuos de aceite atunoso que le dejó el sobre, toma de tu otra mano su plato con la rebanada de pizza, da la media vuelta y se va. Jaque mate, estás ante una profesional

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