miércoles, 28 de marzo de 2018

De gaviotas

Las gaviotas vuelven a volotear tras de mi ventana desde hace algunos días. Aletean entre las cornizas de los edificios de la esquina de las calles Madison y Marcus Garvey. Planean hacia la cuarta esquina, la del área de juegos Raymond Bush, y alguna vuelve con un trozo de pan en la boca mientras otra se queja, detrás, con ese chillido tan de ellas que sabe tan a mar, tan a playa, tan al horizonte que es puerta de la lejanía. Y me hacen recordar ese dato duro enterrado por el hormigón de esta ciudad y su publicidad de rascacielos, que Nueva York es un puerto, es unas islas, es el primer rostro de la lejanía históricamente inmigrada, es esos resabios a sal que tiene el agua de mar en común con la incertidumbre de lo que aguarda adelante, pero la certeza de lo que se deja detrás.
Una mujer camina con dos niños pequeños de la mano, al costado del área de juegos, y las gaviotas los ignoran mientras ellos las miran y señalan con el dedo. Esos hijos de la civilización nunca han posado los ojos en las tierras - donde quiera que sea - a las que las gaviotas volaron durante el invierno. Pero la vista desde el cielo sí que la tienen, o eso es lo que creen. Porque esta ciudad eso te da, esa sensación de volar y de adueñarse y de tener derecho de y también de tener derecho sobre. "Si lo logras en Nueva York, lo logras en cualquier lado" se dice en los Estados Unidos. Joéputa, se dice en Colombia. Y joéputa digo yo a la frase estadounidense. Ya quiero verlos lograrlo en Ciudad Juárez después de Nueva York.
Las gaviotas lo saben, que no hay un lugar mejor que otro, sino que es el clima. Pero los hijos de la civilización tienen máquinas que hacen verano en sus casas cuando afuera es invierno e invierno en sus oficinas cuando afuera es verano. Creen que tienen la vista desde el cielo, porque tienen un mirador en el piso ochenta de donde nunca se tienen que mudar. Pero si la vista desde el cielo es verlo todo, todo sólo puede realmente ser visto, todo sólo demanda realmente nuestra atención cuando tenemos que responder a ello, cuando todo se nos cuela entre el plumaje. Y esas gaviotas que migran, esas hermosas gaviotas migrantes, han tenido que responder a todo, por eso lo han visto de verdad. Han sentido el frío de la urgencia y el calor de dejar el nido en nombre del mismo nido, sin artificios de climas imaginarios forzados sobre la realidad.
Y las gaviotas dejan mi pequeña calle de Brooklyn sin necesidad de pagar la tarifa del metro como haría yo. Cruzan el East River sin tener que tender unos puentes como los hijos de la civilización. Y si les da la gana, se posan en alguna ventana de esa gigantesca máquina del clima llamada Wall Street. Al interior de la cual otro hijo de la civilización las mira y las compadece. Creyéndose tan listo, so smart, hasta supone que es él quien de verdad tiene las alas, no por nada ha llegado hasta donde está. No siente la necesidad de compartir lo que ve con su vecino de oficina, no digamos, con el mundo por un texto de gaviotas; porque el mundo, para él, es ese texto de indicadores en su monitor. La vista desde el cielo es para él la danza de los diminutos brillos en verde, azul y rojo que hablan poco, en realidad, que no hablan ni saben su coreografía que es dictada por alguna tarjeta de verde con dorado como los anhelos de ese hijo de la civilización. Pero un día, esa tarjeta irá a dar a un vertedero de basura, donde una gaviota podría sentir curiosidad de su brillo y juguetearla con el pico, hasta ver cuán inútil es. La gaviota no sabe que esa pequeña urbe de circuitos podría darle el verano sin dejar Manhattan. Y si lo supiera, la destruiría. La destruiría porque para gozar ese verano virtual, tendría que quedarse en un adentro, en un interior, y no podría ya más volar. Y no sabría, al cabo de unos días, unos meses, unas generaciones, en qué interior se ha quedado. Si en el interior de unas paredes o en el interior de sus anhelos inexplorados que se pasaron a llamar necesidad de acumular.
A esta hora las gaviotas no volotean más tras de mi ventana, tal vez van camino del downtown o tal vez se fueron al Queens, donde debe haber alguien, un ser humano, que hable su idioma. Ahora me quedo con los ruidos del martillo hidráulico, de esa criatura infinita que se llama ambulancia de Nueva York, de esos autos de policía que no tienen marcas y se aparecen cuando los muchachitos negros de mi barrio se juntan por más de diez y hacen bulla y no dejan pasar a los autos. Si tuviera un don muscial podría, como Gerschwin, hallar la rapsodia entre esta danza macabra de hijos de la civilización, rapsodia que está allí, entre los márgenes, colándose por los resquicios de los planes que se trazan desde el monitor y explotando en la locura de las mentes más grandes de mi generación.
Y está muy allí esa rapsodia limítrofe, está en un anciano o una niña, o todo lo anterior, que espera a las gaviotas en Jackson Heigts o en el Bronx o en el Barrio, con mendrugos de pan que saben al final de un viaje que no termina de continuar. Y es justo en una de esas esquinas stop and frisk, que no se ven desde la ventana de la gran máquina del clima, que se siente que se ha llegado a algún lugar. Ne notoca, dan ganas de gritar, a sabiendas de que habrá respuesta en ese alebrije de puerto fenicio mediterráneo con red de caminos incas, que algo o alguien batirá unas alas, extenderá una espiritrompa o sólo mirará desde abajo de un turbante con esa media sonrisa de santidad antigua que sabe que los lugares no se extrañan por estar a cientos de kilómetros, sino que se llevan en el corazón. Y nadie exclamará, los labios seguirán cerrados, las manos seguirán cargando y empujando y comprando y tocando algún candombe himalayo, business as usual, the business of being alive. Salvo cuando la última flor caiga bajo la presión de un copo de nieve, porque entonces una gaviota y un ser humano dirán, ah, el clima, aquí está. Y lo verán, lo verán pro tenerlo enfrente en el monitor de la historia encarnada de la humanidad.
Lejos de las grandes salas de banderas y de traducción simultánea, los sueños se enhebran con las exhalaciones infantiles en el patio de recreo. Una sangre corre, porque la materia sólida de esta ciudad no puede ser prótesis de la certezas que se dejaron atrás. Y, por correr a borbotones por heridas que son la forma misma de la sociedad, fertiliza ese mestizaje tan de gaviotas llamado futuro.


Fragmento de Nueva York tomado de la no-publicidad.

jueves, 26 de octubre de 2017

¿Por qué te quitaste los zapatos?

Estado de Puebla, municipio de Cholula de Rivadabia, calle 22 oriente, Colegio Yoliztli, salón de 3ro de prepa. Era el día, y lo sabíamos con antelación, de la prueba ENLACE o PISA o como sea que se llamara ese tiradero estandarizado de impuestos. Nos sentamos en nuestro respectivo mesabanco y vimos entrar a la subdirectora seguida de una muchacha de unos veintitantos años que cargaba una caja. La subdirectora presentó a la muchacha y se retiró, porque las reglas de la prueba prohíben la presencia de personal de la institución durante la aplicación.
La señorita, ¿qué digo? La Señorita, es más, la respetable Señorita, sacó de la caja y nos repartió unos cuadernillos con las preguntas y también unas hojas con círculos para elegir las respuestas de opción múltiple. Nos dio las instrucciones: el cuadernillo está dividido en secciones y tienen un tiempo limitado para responder cada sección, si se les acaba el tiempo, dejen de responder; pero si acaban la sección antes de que acabe el tiempo, esperen sin pasar a la siguiente. 
Viene la primera sección. Tiempo, treinta minutos.
¡Chin! Ya terminé y creo que no van quince minutos. Cerré el cuadernillo y - como siempre que esto ocurría en clase - de mi mochila saqué un libro y me puse a leer. Probablemente se trataba de alguna de las últimas entregas de Harry Potter que recién se habían publicado.
No puedes leer, dijo la muy respetable Señorita. Aunque nadie me lo había explicado, me pareció sensato que las reglas de la prueba prohibieran que se consultara cualquier material. Cerré el libro. Ella comenzó el gesto de estirar la mano para requisitarme el libro, pero nadie, ¡NADIE! me quita un libro. Así que antes de que su gesto fuera tan siquiera claro, yo ya había guardado el libro en la rejilla del mesabanco. No le agradó que me guardará el libro y torció el gesto, pero dio la vuelta y regresó al frente del salón.
Viene la segunda sección. Tiempo, treinta minutos.
¡Chin! Volví a terminar como en quince minutos. ¿Qué hago si no puedo leer? Soy de mente inquieta. Miro la portada del cuadernillo, miro mi lápiz, los junto y la aburridísima portada se llena de grafito en formas locas que brotan espontáneamente de la punta de ese cilindro amarillo.
No puedes dibujar, dijo la respetabilísima Señorita con gesto exasperado, arqueando los ojos y pausando las sílabas como cuando se habla con alguien que no tiene la capacidad de entender cosas sencillas. Yo había supuesto que los cuadernillos nos los íbamos a quedar, pero al cabo resultó que no. Así que las reglas de la prueba prohíben rayar el cuadernillo. Bajé, pues, el lápiz y, sin más remedio, hice desaparecer las figuritas con una goma de migajón.
Viene la tercera sección. Tiempo, treinta minutos.
¡Chin y re chin! Volví a terminar como en quince. La cabeza se me seca de no hacer nada. De a perdida voy a revisar si respondí bien.
¡No puedes adelantar secciones! gritó la Señorita modelo de respetabilidad. Pero digo que gritó, un gritazo de aquellos, de los que te hacen dar un pequeño brinco en el asiento. Pues claro que no se podía adelantar secciones, ella misma lo explicó: ¡pero yo no estaba adelantando secciones! ¿Cómo podía ella decir que yo adelantaba secciones sin mirar en qué sección estaba mi cuadernillo? ¿Cómo se puede acusar a alguien sin evidencia? Supongo que desde el escritorio sólo alcanzaba a verme pasar muchas veces las hojas y desde su cabeza esa fue la única explicación que alcanzó a formular. Estoy revisando mis respuestas, explicó Tozic el irrespetuoso. Me miró fijamente, desconfiaba. Se acercó a ver el cuadernillo y la evidencia habló. No hubo más palabras, esta vez no había nada que las reglas de la prueba prohibieran.
Viene la cuarta sección. Tiempo, cuarenta y cinco minutos.
¡Chintrolas! Ora sí la cajetié. Volví a contestar en quince minutos, pero esta sección es más larga. Reviso mis respuestas una, dos, tres veces y el tiempo no acaba.
Mira, sólo cierra tu cuadernillo, ya te dije que no puedes adelantar secciones, gritó enojada la señorita-premio-nacional-de-respetabilidad, mientras se levantaba del escritorio con violencia y caminaba hacia mí como señora a punto a chanclear al niño.
La Señorita tenía una mezcla de desesperación más ira. Estaba molesta, no sabía controlarse y no sabía controlarme; no sabía controlar a alguien que no estaba haciendo nada mal, pero que la hacía dudar de su capacidad para hacer su trabajo bien. Su actitud demostró que en ese momento ya no se trataba de las reglas de la prueba, sino de mostrar que ella tenía el poder. Me espanté, era una reacción desmedida para una nadería.
Viene un receso. Tiempo, diez minutos. Mis amigos me miran con cara de chale, ¿qué vamos a hacerle? Y nomás me miran, porque no dan muchas ganas ya de platicar nada, para empezar quién sabe si esté prohibido.
Viene la quinta sección. Tiempo, cuarenta y cinco minutos.
¡Me cachis! Juro que hice los ejercicios tan despacio como pude, pero no han pasado más de veinte minutos. La miro de reojo, sentada muy chucha en un escritorio que le queda grande. Coloco la punta de mi zapato derecho contra el talón del izquierdo, presiono ambos, levanto el talón izquierdo y mi pie sale del zapato. Repito el procedimiento para el otro pie y estiro mis piernas hasta el medio del pasillo entre los mesabancos. Allí, a plena vista, dos calcetas blancas.
Nada dijo la respetable. ¿Qué podía decir? ¿Es contra las reglas de la prueba, el quitarse los zapatos? Pero de algún modo ella lo sabía y yo lo sabía, era un reto, era la única de mis acciones que de hecho era un reto y era la única a la que no podía contestar. Me miraba, fruncía el ceño, ponía trompa de cochino, resoplaba, se ponía chapeada, arqueaba las cejas, estaba diez veces más irritada que la última ocasión, pero en esta ocasión- como yo había tenido que hacer antes - se tenía que callar. ¡Jaque a la reina!
Algunos de mis compañeros lo notaban y se reían bajando la cara, pero sólo quienes estaban cerca, no alcanzaban a ver los que se sentaban al otro extremo del salón. Entonces la voz de alguno preguntó en tono juguetón toziC, ¿por qué te quitaste los zapatos? Y respondí fuerte y claro No sé, me dieron ganas. Y de algún modo todos entendían cómo eso era un reto. Si a caso doña Respeto había pensado que tenía la oportunidad de hacerse la desentendida, que ese pequeño desafío sería algo que pasaría desapercibido y bastaría que ella no lo contara para salir incólume, se equivocaba. Ahora todos lo sabíamos. No podía decirme nada a mí, ni podía decirle nada a mis compañeros. Públicamente había explotado contra mí y ahora públicamente se quedaba callada. ¡Jaque mate!
Un triunfo en realidad pequeño. Eran bastantes más las cosas que ella tenía bajo control, pero encontrar un pequeño resquicio a su autoridad se sentía como un respiro enorme. La conciencia colectiva de que uno de nosotros le había ganado y todos podíamos compartirlo, sabía a esas fotos de soldados y adelitas entrando a la Ciudad de México, a la Corregidora alertando a los conspiradores, a  Cuitláhuac triunfando en la noche triste. Sabía a todo eso en chiquito, claro, pero a fin de cuentas sabía a que había hecho algo ante la arbitrariedad.
No tengo nada contra la muchacha que fue a aplicar la prueba, me burlo de la Señorita Galardón Internacional de Respetabilidad porque es divertido. Pero lo cierto es que la muchacha era una chica a la que le habrán dado doscientos pesos por ir a hacer un trabajo brutalmente aburrido y a la que le habrán encomendado mantener el orden sin decirle precisamente cómo, ni darle mucho respaldo. Y es que si se hubiera tratado del supervisor de zona escolar, tal vez sin problemas me decía que me pusiera los zapatos y tendría todo el respaldo de la SEP. Pero los aplicadores de esta pruebas son empleados de ocasión que no se van a meter en muchos pleitos por doscientos pesos. Menos le convenía que se dijera que un escuincle la había sacado de quicio quitándose los zapatos, que aguantarse la muina en ese momento. 
¿Para qué sirve exactamente una prueba? Si su misma estructura funciona bloqueando a una mente que se muere por resolver problemas. ¿De qué sirve la autoridad? Si en lugar de guiar las energías del alumno, se dedica a sujetarlo a normas de inactividad.

sábado, 9 de septiembre de 2017

Estampas del Tacolicismo: el mito de Itacatzin

Itacatzin era un mortal, un tacólico como cualquier otro. Itacatzin vivía con su amado y les era placentero acompañarse a comer. En su departamento en la colonia Doctores, en el Distrito Federal, cada noche tras volver del trabajo pedían comida o salían a comprarla para disfrutar en su sala con una buena charla junto a su ventana del quinto piso, al calor de las cumbias del vecino del seis y contemplando el tendedero de la azotea de enfrente.
Fue en tiempos de la gran Gripa del Puerco cuando el amado de Itacatzin cayó enfermo y fue internado en un hospital. Cada noche los dos buenos hombres añoraban los tacos del Paisa, las alitas de doña Maru, las tortas "Chema" o las gorditas de la esquina; extrañaban ver bajar el sol que perfilaba naranja un ensoñador paisaje de antenas y tinacos. Y la añoranza los consumía; viviendo en las memorias no supieron hallar sentido en la insípida gelatina del hospital.
Una noche sucedió lo peor. Conforme los médicos se retiraban de la cama, Itacatzin derramaba una lágrima por cada platillo que aquella su amada boca no volvería a probar. Pero Itacatzin no desesperó y al volver a casa pidió ayuda al señor Tacocóatl y a la señora Tacoatlihcue. Ni siquiera a ellos les está concedido retornar a los idos; no se puede ablandar una tortilla tostada. Sin embargo, conmovidos, le entregaron a Itacatzin unos tennis Panam con alas de quetzal. Itacatzin se arrodilló, se quitó sus zapatos Andrea y calzó el divino regalo, las agujetas se amarraron solas con doble nudo, todas las luces del apartamento titilaron, las alas empezaron a batir, se oyó el sonido de caracolas, el tocar teponaztles y al fondo el sonido de la Sonora Dinamita con el vecino del seis. Itacatzin alzó el vuelo, dispuesto a comprar comida en cada puesto de la delegación. Salió por la ventana y tras avanzar unos metros en el aire, se enredó bien cabrón con unos cables de luz y ya mejor se fue caminando.
Esa noche compró 230 tacos, 120 quesadillas, 72 gringas, 20 alambres, 64 tortas, 47 hamburguesas, 48 jochos, 4 kilos de papas a la francesa, 45 tamales de los cuales 15 fritos, 15 en torta y 15 fritos en torta capeada, 6 litros de atole, una orden de salchipulpos y un alka seltzer. Cargando su prenda de amor, entró a la estación del metro más cercana y voló por los túneles hasta metro Barranca del Muerto, porque allí se abre por las noches un portal al inframundo, al mítico Mictlampa.
A la entrada del Mictlampa aguardaba el gigante Tostatecuhtli, señor de las tortillas tostadas, de los bolillos duros y del refresco sin gas. Itacatzin habló de este modo al señor Tostatecuhtli: "Traigo este itacate, un lonchecito, para mi amado que ahora habita en sus recintos, señor Tostatecuhtli, y he de entrar."
El señor Tostatecuhtli respondió así a Itacatzin: "Soy el señor Tostatecuhtli, guardián de los recintos de abajo del metro Barranca y no he de permitir que nadie entre si no puede probar que en verdad desea entrar. Si deseas entrar, Itacatzin portador de comida, has de darme algo de comer."
Itacatzin miró con preocupación los alimentos que llevaba para su amado, no querría dejar ninguno. El apetito del señor Tostatecuhtli es grande y podría continuar comiendo hasta terminar con todo, pero necesitaba entrar.
"Así sea." Respondió Itacatzin al señor Tostatecuhtli. Tomó un tamal y lo acercó a la boca de la deidad. Cuando el gigante abrió la boca para recibir la ofrenda, Itacatzin dejó caer el tamal y en su lugar introdujo el brazo entero en las fauces de Tostatecuhtli, que mordió y arrancó el brazo. Mientras el guardián del Mictlampa se ahogaba con el brazo atorado en al garganta, Itacatzin levantó el tamal caído, abrió las puertas del inframundo y entró. Grande fue el rebumbio de las calacas cuando Itacatzin y su amado compartieron sus alimentos y se armó una pachanga mortal.
Cuando se alistaban unos chilaquiles para la tornafiesta, apareció el señor Tostatecuhtli, quien tuvo que reconocer la enormidad del gesto amoroso de Itacatzin y - habiendo convencido a otras deidades - lo convirtieron en señor de la entrega de comida y la comida para llevar.

Comentario del Dr. Cozit Alrebaize, antropólogo de la religión.

El mito de Itacatzin es uno de los textos más antiguos en el Tacolicismo. Comienza con un tacólico como cualquier otro que termina por incorporarse a las filas de las deidades tacólicas, esto revela cómo para los tacólicos las fronteras entre lo mundano y lo divino son muy tenues y pueden transitarse con facilidad, por ello hallan la trascendencia en alimentarse, en el acto más terrenal. Para ellos la división entre lo divino como espiritualmente puro y lo terrenal como sucio, es falsa, buscan deshacerse de las dualidades y demostrar la unidad del mundo.
Cabe destacar cómo a las sumas deidades Tacocóatl y Tacoatlihcue no "les está concedido retornar a los idos". Para los tacólicos sus dioses no son fuerzas últimas o todopoderosas, están sujetas a limitaciones: la muerte las supera y también pasan hambre o pueden atragantarse. Esto es fundamental en la mentalidad tacólica, ya que no creen en el poder absoluto como recurso para resolver problemas. Como lo revela la escena de los Panam con alas de quetzal, incluso siendo seres limitados, los dioses y los mortales pueden actuar y aprovechar los recursos disponibles para resolver sus problemas. Que no se tenga el poder total de cambiar las cosas, no quiere decir que no haya estrategias alternativas. En esta religión no hay soluciones definitivas, la vida es un devenir constante como la rotación de un trompo de pastor.
La escena de los cables es otro indicador importante del pensamiento tacólico. A pesar del privilegio de los Panam con alas, este Hermes chilango se topa con que una ciudad mal organizada le estorba incluso a un favorecido de los dioses. De aquí se desprenden dos consecuencias. Una es que Itacatzin hace el recorrido a pie, pues el tacólico ha de perseverar en sus trabajos incluso si ello supone el mayor esfuerzo, cuando se le mete una idea, nadie se la quita: es disciplinado. Por otro lado los tacólicos advierten que para volar hay que despejar el cielo, que mientras no se arreglen los problemas cercanos, no podremos ir lejos.
Finalmente hay que destacar que Itacaztin y su amado nunca cocinaron sus alimentos, los conseguían de alguien más en sus tardes de disfrute y es de alguien más que Itacatzin los consigue para llevarlos al inframundo. Itacatzin es patrono de los repartidores, de UberEats, de los tuppers para llevarse la comida en las fiestas y de los meseros, porque su labor es llevar, asegurarse de que se reciba. La gran virtud que lo llevó a la divinidad es la entrega. En esta historia, la entrega de los tacos - y otras guzguerías - es también la entrega como sacrificio por el bienestar ajeno; Itacatzin prefiere entregar su brazo a Tostatecuhtli que fallar en entregar toda la comida a su amado. Es también por esto que Itacatzin es patrono de los meseros, tiene sólo una mano para llevar la comida, como ellos cargan la charola con sólo una mano. La comida que se lleva a un viaje o a otro lugar, incluso al último viaje que es al inframundo, es una forma de aprecio y de cuidado que se extiende más allá de los límites de la cocina. No es el alimento que es sólo para quien está cerca, es el compromiso que va más allá y llega a donde sea necesario, es un acto de procuración que no tiene miedo a las distancias o riesgos, por ello Itacatzin es también un símbolo de compromiso.