La señorita, ¿qué digo? La Señorita, es más, la respetable Señorita, sacó de la caja y nos repartió unos cuadernillos con las preguntas y también unas hojas con círculos para elegir las respuestas de opción múltiple. Nos dio las instrucciones: el cuadernillo está dividido en secciones y tienen un tiempo limitado para responder cada sección, si se les acaba el tiempo, dejen de responder; pero si acaban la sección antes de que acabe el tiempo, esperen sin pasar a la siguiente.
Viene la primera sección. Tiempo, treinta minutos.
¡Chin! Ya terminé y creo que no van quince minutos. Cerré el cuadernillo y - como siempre que esto ocurría en clase - de mi mochila saqué un libro y me puse a leer. Probablemente se trataba de alguna de las últimas entregas de Harry Potter que recién se habían publicado.
No puedes leer, dijo la muy respetable Señorita. Aunque nadie me lo había explicado, me pareció sensato que las reglas de la prueba prohibieran que se consultara cualquier material. Cerré el libro. Ella comenzó el gesto de estirar la mano para requisitarme el libro, pero nadie, ¡NADIE! me quita un libro. Así que antes de que su gesto fuera tan siquiera claro, yo ya había guardado el libro en la rejilla del mesabanco. No le agradó que me guardará el libro y torció el gesto, pero dio la vuelta y regresó al frente del salón.
Viene la segunda sección. Tiempo, treinta minutos.
¡Chin! Volví a terminar como en quince minutos. ¿Qué hago si no puedo leer? Soy de mente inquieta. Miro la portada del cuadernillo, miro mi lápiz, los junto y la aburridísima portada se llena de grafito en formas locas que brotan espontáneamente de la punta de ese cilindro amarillo.
No puedes dibujar, dijo la respetabilísima Señorita con gesto exasperado, arqueando los ojos y pausando las sílabas como cuando se habla con alguien que no tiene la capacidad de entender cosas sencillas. Yo había supuesto que los cuadernillos nos los íbamos a quedar, pero al cabo resultó que no. Así que las reglas de la prueba prohíben rayar el cuadernillo. Bajé, pues, el lápiz y, sin más remedio, hice desaparecer las figuritas con una goma de migajón.
Viene la tercera sección. Tiempo, treinta minutos.
¡Chin y re chin! Volví a terminar como en quince. La cabeza se me seca de no hacer nada. De a perdida voy a revisar si respondí bien.
¡No puedes adelantar secciones! gritó la Señorita modelo de respetabilidad. Pero digo que gritó, un gritazo de aquellos, de los que te hacen dar un pequeño brinco en el asiento. Pues claro que no se podía adelantar secciones, ella misma lo explicó: ¡pero yo no estaba adelantando secciones! ¿Cómo podía ella decir que yo adelantaba secciones sin mirar en qué sección estaba mi cuadernillo? ¿Cómo se puede acusar a alguien sin evidencia? Supongo que desde el escritorio sólo alcanzaba a verme pasar muchas veces las hojas y desde su cabeza esa fue la única explicación que alcanzó a formular. Estoy revisando mis respuestas, explicó Tozic el irrespetuoso. Me miró fijamente, desconfiaba. Se acercó a ver el cuadernillo y la evidencia habló. No hubo más palabras, esta vez no había nada que las reglas de la prueba prohibieran.
Viene la cuarta sección. Tiempo, cuarenta y cinco minutos.
¡Chintrolas! Ora sí la cajetié. Volví a contestar en quince minutos, pero esta sección es más larga. Reviso mis respuestas una, dos, tres veces y el tiempo no acaba.
Mira, sólo cierra tu cuadernillo, ya te dije que no puedes adelantar secciones, gritó enojada la señorita-premio-nacional-de-respetabilidad, mientras se levantaba del escritorio con violencia y caminaba hacia mí como señora a punto a chanclear al niño.
La Señorita tenía una mezcla de desesperación más ira. Estaba molesta, no sabía controlarse y no sabía controlarme; no sabía controlar a alguien que no estaba haciendo nada mal, pero que la hacía dudar de su capacidad para hacer su trabajo bien. Su actitud demostró que en ese momento ya no se trataba de las reglas de la prueba, sino de mostrar que ella tenía el poder. Me espanté, era una reacción desmedida para una nadería.
La Señorita tenía una mezcla de desesperación más ira. Estaba molesta, no sabía controlarse y no sabía controlarme; no sabía controlar a alguien que no estaba haciendo nada mal, pero que la hacía dudar de su capacidad para hacer su trabajo bien. Su actitud demostró que en ese momento ya no se trataba de las reglas de la prueba, sino de mostrar que ella tenía el poder. Me espanté, era una reacción desmedida para una nadería.
Viene un receso. Tiempo, diez minutos. Mis amigos me miran con cara de chale, ¿qué vamos a hacerle? Y nomás me miran, porque no dan muchas ganas ya de platicar nada, para empezar quién sabe si esté prohibido.
Viene la quinta sección. Tiempo, cuarenta y cinco minutos.
¡Me cachis! Juro que hice los ejercicios tan despacio como pude, pero no han pasado más de veinte minutos. La miro de reojo, sentada muy chucha en un escritorio que le queda grande. Coloco la punta de mi zapato derecho contra el talón del izquierdo, presiono ambos, levanto el talón izquierdo y mi pie sale del zapato. Repito el procedimiento para el otro pie y estiro mis piernas hasta el medio del pasillo entre los mesabancos. Allí, a plena vista, dos calcetas blancas.
Nada dijo la respetable. ¿Qué podía decir? ¿Es contra las reglas de la prueba, el quitarse los zapatos? Pero de algún modo ella lo sabía y yo lo sabía, era un reto, era la única de mis acciones que de hecho era un reto y era la única a la que no podía contestar. Me miraba, fruncía el ceño, ponía trompa de cochino, resoplaba, se ponía chapeada, arqueaba las cejas, estaba diez veces más irritada que la última ocasión, pero en esta ocasión- como yo había tenido que hacer antes - se tenía que callar. ¡Jaque a la reina!
Algunos de mis compañeros lo notaban y se reían bajando la cara, pero sólo quienes estaban cerca, no alcanzaban a ver los que se sentaban al otro extremo del salón. Entonces la voz de alguno preguntó en tono juguetón toziC, ¿por qué te quitaste los zapatos? Y respondí fuerte y claro No sé, me dieron ganas. Y de algún modo todos entendían cómo eso era un reto. Si a caso doña Respeto había pensado que tenía la oportunidad de hacerse la desentendida, que ese pequeño desafío sería algo que pasaría desapercibido y bastaría que ella no lo contara para salir incólume, se equivocaba. Ahora todos lo sabíamos. No podía decirme nada a mí, ni podía decirle nada a mis compañeros. Públicamente había explotado contra mí y ahora públicamente se quedaba callada. ¡Jaque mate!
Un triunfo en realidad pequeño. Eran bastantes más las cosas que ella tenía bajo control, pero encontrar un pequeño resquicio a su autoridad se sentía como un respiro enorme. La conciencia colectiva de que uno de nosotros le había ganado y todos podíamos compartirlo, sabía a esas fotos de soldados y adelitas entrando a la Ciudad de México, a la Corregidora alertando a los conspiradores, a Cuitláhuac triunfando en la noche triste. Sabía a todo eso en chiquito, claro, pero a fin de cuentas sabía a que había hecho algo ante la arbitrariedad.
No tengo nada contra la muchacha que fue a aplicar la prueba, me burlo de la Señorita Galardón Internacional de Respetabilidad porque es divertido. Pero lo cierto es que la muchacha era una chica a la que le habrán dado doscientos pesos por ir a hacer un trabajo brutalmente aburrido y a la que le habrán encomendado mantener el orden sin decirle precisamente cómo, ni darle mucho respaldo. Y es que si se hubiera tratado del supervisor de zona escolar, tal vez sin problemas me decía que me pusiera los zapatos y tendría todo el respaldo de la SEP. Pero los aplicadores de esta pruebas son empleados de ocasión que no se van a meter en muchos pleitos por doscientos pesos. Menos le convenía que se dijera que un escuincle la había sacado de quicio quitándose los zapatos, que aguantarse la muina en ese momento.
¿Para qué sirve exactamente una prueba? Si su misma estructura funciona bloqueando a una mente que se muere por resolver problemas. ¿De qué sirve la autoridad? Si en lugar de guiar las energías del alumno, se dedica a sujetarlo a normas de inactividad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario