sábado, 9 de septiembre de 2017

Estampas del Tacolicismo: el mito de Itacatzin

Itacatzin era un mortal, un tacólico como cualquier otro. Itacatzin vivía con su amado y les era placentero acompañarse a comer. En su departamento en la colonia Doctores, en el Distrito Federal, cada noche tras volver del trabajo pedían comida o salían a comprarla para disfrutar en su sala con una buena charla junto a su ventana del quinto piso, al calor de las cumbias del vecino del seis y contemplando el tendedero de la azotea de enfrente.
Fue en tiempos de la gran Gripa del Puerco cuando el amado de Itacatzin cayó enfermo y fue internado en un hospital. Cada noche los dos buenos hombres añoraban los tacos del Paisa, las alitas de doña Maru, las tortas "Chema" o las gorditas de la esquina; extrañaban ver bajar el sol que perfilaba naranja un ensoñador paisaje de antenas y tinacos. Y la añoranza los consumía; viviendo en las memorias no supieron hallar sentido en la insípida gelatina del hospital.
Una noche sucedió lo peor. Conforme los médicos se retiraban de la cama, Itacatzin derramaba una lágrima por cada platillo que aquella su amada boca no volvería a probar. Pero Itacatzin no desesperó y al volver a casa pidió ayuda al señor Tacocóatl y a la señora Tacoatlihcue. Ni siquiera a ellos les está concedido retornar a los idos; no se puede ablandar una tortilla tostada. Sin embargo, conmovidos, le entregaron a Itacatzin unos tennis Panam con alas de quetzal. Itacatzin se arrodilló, se quitó sus zapatos Andrea y calzó el divino regalo, las agujetas se amarraron solas con doble nudo, todas las luces del apartamento titilaron, las alas empezaron a batir, se oyó el sonido de caracolas, el tocar teponaztles y al fondo el sonido de la Sonora Dinamita con el vecino del seis. Itacatzin alzó el vuelo, dispuesto a comprar comida en cada puesto de la delegación. Salió por la ventana y tras avanzar unos metros en el aire, se enredó bien cabrón con unos cables de luz y ya mejor se fue caminando.
Esa noche compró 230 tacos, 120 quesadillas, 72 gringas, 20 alambres, 64 tortas, 47 hamburguesas, 48 jochos, 4 kilos de papas a la francesa, 45 tamales de los cuales 15 fritos, 15 en torta y 15 fritos en torta capeada, 6 litros de atole, una orden de salchipulpos y un alka seltzer. Cargando su prenda de amor, entró a la estación del metro más cercana y voló por los túneles hasta metro Barranca del Muerto, porque allí se abre por las noches un portal al inframundo, al mítico Mictlampa.
A la entrada del Mictlampa aguardaba el gigante Tostatecuhtli, señor de las tortillas tostadas, de los bolillos duros y del refresco sin gas. Itacatzin habló de este modo al señor Tostatecuhtli: "Traigo este itacate, un lonchecito, para mi amado que ahora habita en sus recintos, señor Tostatecuhtli, y he de entrar."
El señor Tostatecuhtli respondió así a Itacatzin: "Soy el señor Tostatecuhtli, guardián de los recintos de abajo del metro Barranca y no he de permitir que nadie entre si no puede probar que en verdad desea entrar. Si deseas entrar, Itacatzin portador de comida, has de darme algo de comer."
Itacatzin miró con preocupación los alimentos que llevaba para su amado, no querría dejar ninguno. El apetito del señor Tostatecuhtli es grande y podría continuar comiendo hasta terminar con todo, pero necesitaba entrar.
"Así sea." Respondió Itacatzin al señor Tostatecuhtli. Tomó un tamal y lo acercó a la boca de la deidad. Cuando el gigante abrió la boca para recibir la ofrenda, Itacatzin dejó caer el tamal y en su lugar introdujo el brazo entero en las fauces de Tostatecuhtli, que mordió y arrancó el brazo. Mientras el guardián del Mictlampa se ahogaba con el brazo atorado en al garganta, Itacatzin levantó el tamal caído, abrió las puertas del inframundo y entró. Grande fue el rebumbio de las calacas cuando Itacatzin y su amado compartieron sus alimentos y se armó una pachanga mortal.
Cuando se alistaban unos chilaquiles para la tornafiesta, apareció el señor Tostatecuhtli, quien tuvo que reconocer la enormidad del gesto amoroso de Itacatzin y - habiendo convencido a otras deidades - lo convirtieron en señor de la entrega de comida y la comida para llevar.

Comentario del Dr. Cozit Alrebaize, antropólogo de la religión.

El mito de Itacatzin es uno de los textos más antiguos en el Tacolicismo. Comienza con un tacólico como cualquier otro que termina por incorporarse a las filas de las deidades tacólicas, esto revela cómo para los tacólicos las fronteras entre lo mundano y lo divino son muy tenues y pueden transitarse con facilidad, por ello hallan la trascendencia en alimentarse, en el acto más terrenal. Para ellos la división entre lo divino como espiritualmente puro y lo terrenal como sucio, es falsa, buscan deshacerse de las dualidades y demostrar la unidad del mundo.
Cabe destacar cómo a las sumas deidades Tacocóatl y Tacoatlihcue no "les está concedido retornar a los idos". Para los tacólicos sus dioses no son fuerzas últimas o todopoderosas, están sujetas a limitaciones: la muerte las supera y también pasan hambre o pueden atragantarse. Esto es fundamental en la mentalidad tacólica, ya que no creen en el poder absoluto como recurso para resolver problemas. Como lo revela la escena de los Panam con alas de quetzal, incluso siendo seres limitados, los dioses y los mortales pueden actuar y aprovechar los recursos disponibles para resolver sus problemas. Que no se tenga el poder total de cambiar las cosas, no quiere decir que no haya estrategias alternativas. En esta religión no hay soluciones definitivas, la vida es un devenir constante como la rotación de un trompo de pastor.
La escena de los cables es otro indicador importante del pensamiento tacólico. A pesar del privilegio de los Panam con alas, este Hermes chilango se topa con que una ciudad mal organizada le estorba incluso a un favorecido de los dioses. De aquí se desprenden dos consecuencias. Una es que Itacatzin hace el recorrido a pie, pues el tacólico ha de perseverar en sus trabajos incluso si ello supone el mayor esfuerzo, cuando se le mete una idea, nadie se la quita: es disciplinado. Por otro lado los tacólicos advierten que para volar hay que despejar el cielo, que mientras no se arreglen los problemas cercanos, no podremos ir lejos.
Finalmente hay que destacar que Itacaztin y su amado nunca cocinaron sus alimentos, los conseguían de alguien más en sus tardes de disfrute y es de alguien más que Itacatzin los consigue para llevarlos al inframundo. Itacatzin es patrono de los repartidores, de UberEats, de los tuppers para llevarse la comida en las fiestas y de los meseros, porque su labor es llevar, asegurarse de que se reciba. La gran virtud que lo llevó a la divinidad es la entrega. En esta historia, la entrega de los tacos - y otras guzguerías - es también la entrega como sacrificio por el bienestar ajeno; Itacatzin prefiere entregar su brazo a Tostatecuhtli que fallar en entregar toda la comida a su amado. Es también por esto que Itacatzin es patrono de los meseros, tiene sólo una mano para llevar la comida, como ellos cargan la charola con sólo una mano. La comida que se lleva a un viaje o a otro lugar, incluso al último viaje que es al inframundo, es una forma de aprecio y de cuidado que se extiende más allá de los límites de la cocina. No es el alimento que es sólo para quien está cerca, es el compromiso que va más allá y llega a donde sea necesario, es un acto de procuración que no tiene miedo a las distancias o riesgos, por ello Itacatzin es también un símbolo de compromiso.

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