I. Definiciones operativas
Nuestra rabia no es por colocar un manifiesto partidista en cada pupitre,
nuestra rabia no es por la propiedad de los medios de producción.
Nuestra rabia es por colocar un alguien en los brazos de cada alguien más,
nuestra rabia es por la propiedad del derecho a la vida
y a mirarnos en los ojos un corazón palpitante que se vea como manos tomadas,
como sonrisas inolvidables,
como hijas, como hermanos, como primas, como padres, como abuelas, como tíos
que nunca se han perdido, que siempre se sabe que están.
Nuestra rabia es porque hay regazos que merecen una cabeza a la que soportar,
no una orden de deportación,
no un teléfono ansioso por esperar noticias improbables.
Nuestra rabia es el nombre de la esperanza cuando se indigna.
Y nuestra esperanza son unas ganas viejas - por sabias - una herencia centenaria,
de probar que siempre supimos que la vida es un tacto,
es unas palabras,
es unas respiraciones sincronizadas con alguien que elegimos para corresponder.
Ganas de dar fe de que no hay grandeza ni triunfo en los certificados,
en los muchos ceros,
en los aplausos
o en las pantallas, salvo que estas nos muestren un rostro que sabemos cómo acariciar.
Nuestra esperanza es la continua reinvención,
es el gesto secreto con el que los hermanos se saludan,
es unas madres analfabetas reclamando que se abra una escuela,
es las fronteras desbordadas con garrafas de agua en el desierto, con refugios, con letras en los muros e, incluso, con huesos.
Nuestra esperanza, cuando es rabia y cuando no, es bien chingona.
Y ya.
II. Metodología
Descender, o dejarse caer, o tumbarse, o tirarse a la mierda, según el mundo lo requiera.
Ya en en el suelo, revolcarse, sacudirse, poner en la piel los estertores que nos llegan sin invitación.
Y con las convulsiones patear, hasta tener el suelo debajo de los pies, hasta haber licuado y molido y machacado esos pesos que nos tumbaban.
Si algunos quedan en pie, mirarlos a los ojos con un reto de río que cansa los montes, hasta que se fundan en el pedacerío general.
Agregar leche y beberse los miedos en batido.
Repetir las veces que sea necesario.
jueves, 3 de mayo de 2018
lunes, 16 de abril de 2018
Ahí vienen las feminazis
Esta historia sucedió en Terrilandia.
Algunas personas en Terrilandia ganaban más dinero que otras, aunque trabajaran igual.
A algunas personas les hacían más caso que a otras, aunque dijeran lo mismo.
A algunas personas las respetaban más, aunque todas fueran personas.
Y en Terrilandia vivía Igualitarín. A Igualitarín esas situaciones no le gustaban, no le gustaban los privilegios. Le disgustaban mucho. Y el privilegio que más le molestaba, era ese que algunas personas creían tener para organizarse y mejorar sus condiciones.
- ¡Ahí vienen las feminazis! - gritaba Igualitarín mientras corría y agitaba las manos al aire.
- Nos quieren cortar el pene - le tiraba de las barbas a un anciano.
- Nos van a obligar a barrer - le gritaba a una niña en un columpio.
- Tienen reuniones en logias secretas - se aferraba a la pierna de un obrero.
- Te encarcelan si les dices un piropo - murmuraba debajo de las sillas en la sala de espera.
Escuchar todo eso me consternó, parecían terribles, esas feminazis.
- Igualitarín - dije, preocupado - ¿dónde están las feminazis?
- Allí, allá, en todos lados.
- ¿Dónde, Igualitarín, dónde?
- ¡En las universidades! Allí transmiten su doctrina.
- Hay que detenerlas - pensé y fui a la universidades.
- Hola, ¿están aquí las feminazis? - le pregunté a Doctora Académica. Respondió, creo, en otra lengua, no entendí sus palabras, pero no parecía alguien que cortara penes. Buscamos entre los libros, atrás de las pancartas y debajo de los escritorios, pero no había feminazis. Nos miramos con gesto extrañado y antes de irme quedamos de leer un libro para discutirlo.
- ¿Dónde, Igualitarín, dónde?
- ¡En las organizaciones civiles! Desde allí imponen su ideología.
- Hay que detenerlas - pensé y fui a la organizaciones civiles.
- Hola, ¿están aquí las feminazis? - le pregunté a Activista Luchón. Respondió con muchas palabras a todo volumen y me salpicó un poco de saliva, pero no intentó obligarme a barrer nada. Buscamos entre las pancartas, detrás de los cordones de policía y debajo de los proyectos de trabajo, pero no había feminazis. Nos rascamos la cabeza un rato y antes de irme quedamos de redactar unas cartas para enviar al senado.
- ¿Dónde, Igualitarín, dónde?
- ¡En el gobierno! Allí abusan de la democracia.
- Hay que detenerlas - pensé y fui a las cámaras de representantes.
- Hola, ¿están aquí las feminazis? - le pregunté a Legisladora Normativa. Respondió con un discurso muy largo y emotivo, hasta me dormí un ratito, pero no parecía del tipo que van a reuniones en logias secretas. Buscamos entre las curules, detrás de la Constitución y debajo de los proyectos de ley, pero no había feminazis. Nos miramos el ombligo unos minutos y antes de irme quedamos en que me enviara sus declaraciones de bienes.
- ¿Dónde, Igualitarín, dónde?
- ¡En los medios! Allí inventan verdades.
- Hay que detenerlas - pensé y fui a los medios.
- Hola, ¿están aquí las feminazis? - le pregunté a Presentadora Comunicativa. Respondió con cientos de datos y sucesos, me perdí entre tanta información, pero no parecía del tipo que te encarcela por decirle un piropo. Buscamos entre las cámaras, detrás de micrófonos y debajo de los guionistas, pero no había feminazis. Miramos el techo por un tiempo y antes de irme quedamos de preparar unas entrevistas con mis amigas anteriores.
- ¿Dónde, Igualitarín, dónde?
- ¿Dónde, Igualitarín, dónde?
- ¿Dónde, Igualitarín, dónde?
Le pregunté una y otra vez, mientras él las denunciaba trepándose a los árboles, repitiéndolo por un altavoz asomado a la alcantarilla, repartiendo panfletos sobre el tema a la entrada de un hormiguero y murmurando sobre ellas una y otra vez mientras daba vueltas al mismo árbol.
Llegaron entonces mis amigas nuevas y nos pusimos a buscar hasta hallar algo inesperado ¡sí había feminazis! Feminazis que colgaban penes disecados en las paredes de sus logias secretas limpiadas por hombres-esclavos-barrenderos que cumplían penas por haberlas mirado. Todo estaba allí, bien claro, entre la paranoia de Igualitarín, detrás de su mirada y debajo de sus miedos no resueltos.
Al princpio nos miramos con un poco de desconcierto, pero el cabo estalló la risa, mucha risa, tanta risa que no nos enteramos de cuándo dejó de escucharse la voz de Igualitarín. Y quedamos de hacer una fiesta a la que llegaron el viejo de las barbas y la niña del columpio y el obrero y la gente de la sala de espera y los guionistas, y hasta la policía llegó después de renunciar a su cordón. Y cada quién dijo sus palabras raras en sus tonos extraños, cada cual tan inusual como el resto, pero siempre escuchándonos.
Algunas personas en Terrilandia ganaban más dinero que otras, aunque trabajaran igual.
A algunas personas les hacían más caso que a otras, aunque dijeran lo mismo.
A algunas personas las respetaban más, aunque todas fueran personas.
Y en Terrilandia vivía Igualitarín. A Igualitarín esas situaciones no le gustaban, no le gustaban los privilegios. Le disgustaban mucho. Y el privilegio que más le molestaba, era ese que algunas personas creían tener para organizarse y mejorar sus condiciones.
- ¡Ahí vienen las feminazis! - gritaba Igualitarín mientras corría y agitaba las manos al aire.
- Nos quieren cortar el pene - le tiraba de las barbas a un anciano.
- Nos van a obligar a barrer - le gritaba a una niña en un columpio.
- Tienen reuniones en logias secretas - se aferraba a la pierna de un obrero.
- Te encarcelan si les dices un piropo - murmuraba debajo de las sillas en la sala de espera.
Escuchar todo eso me consternó, parecían terribles, esas feminazis.
- Igualitarín - dije, preocupado - ¿dónde están las feminazis?
- Allí, allá, en todos lados.
- ¿Dónde, Igualitarín, dónde?
- ¡En las universidades! Allí transmiten su doctrina.
- Hay que detenerlas - pensé y fui a la universidades.
- Hola, ¿están aquí las feminazis? - le pregunté a Doctora Académica. Respondió, creo, en otra lengua, no entendí sus palabras, pero no parecía alguien que cortara penes. Buscamos entre los libros, atrás de las pancartas y debajo de los escritorios, pero no había feminazis. Nos miramos con gesto extrañado y antes de irme quedamos de leer un libro para discutirlo.
- ¿Dónde, Igualitarín, dónde?
- ¡En las organizaciones civiles! Desde allí imponen su ideología.
- Hay que detenerlas - pensé y fui a la organizaciones civiles.
- Hola, ¿están aquí las feminazis? - le pregunté a Activista Luchón. Respondió con muchas palabras a todo volumen y me salpicó un poco de saliva, pero no intentó obligarme a barrer nada. Buscamos entre las pancartas, detrás de los cordones de policía y debajo de los proyectos de trabajo, pero no había feminazis. Nos rascamos la cabeza un rato y antes de irme quedamos de redactar unas cartas para enviar al senado.
- ¿Dónde, Igualitarín, dónde?
- ¡En el gobierno! Allí abusan de la democracia.
- Hay que detenerlas - pensé y fui a las cámaras de representantes.
- Hola, ¿están aquí las feminazis? - le pregunté a Legisladora Normativa. Respondió con un discurso muy largo y emotivo, hasta me dormí un ratito, pero no parecía del tipo que van a reuniones en logias secretas. Buscamos entre las curules, detrás de la Constitución y debajo de los proyectos de ley, pero no había feminazis. Nos miramos el ombligo unos minutos y antes de irme quedamos en que me enviara sus declaraciones de bienes.
- ¿Dónde, Igualitarín, dónde?
- ¡En los medios! Allí inventan verdades.
- Hay que detenerlas - pensé y fui a los medios.
- Hola, ¿están aquí las feminazis? - le pregunté a Presentadora Comunicativa. Respondió con cientos de datos y sucesos, me perdí entre tanta información, pero no parecía del tipo que te encarcela por decirle un piropo. Buscamos entre las cámaras, detrás de micrófonos y debajo de los guionistas, pero no había feminazis. Miramos el techo por un tiempo y antes de irme quedamos de preparar unas entrevistas con mis amigas anteriores.
- ¿Dónde, Igualitarín, dónde?
- ¿Dónde, Igualitarín, dónde?
- ¿Dónde, Igualitarín, dónde?
Le pregunté una y otra vez, mientras él las denunciaba trepándose a los árboles, repitiéndolo por un altavoz asomado a la alcantarilla, repartiendo panfletos sobre el tema a la entrada de un hormiguero y murmurando sobre ellas una y otra vez mientras daba vueltas al mismo árbol.
Llegaron entonces mis amigas nuevas y nos pusimos a buscar hasta hallar algo inesperado ¡sí había feminazis! Feminazis que colgaban penes disecados en las paredes de sus logias secretas limpiadas por hombres-esclavos-barrenderos que cumplían penas por haberlas mirado. Todo estaba allí, bien claro, entre la paranoia de Igualitarín, detrás de su mirada y debajo de sus miedos no resueltos.
Al princpio nos miramos con un poco de desconcierto, pero el cabo estalló la risa, mucha risa, tanta risa que no nos enteramos de cuándo dejó de escucharse la voz de Igualitarín. Y quedamos de hacer una fiesta a la que llegaron el viejo de las barbas y la niña del columpio y el obrero y la gente de la sala de espera y los guionistas, y hasta la policía llegó después de renunciar a su cordón. Y cada quién dijo sus palabras raras en sus tonos extraños, cada cual tan inusual como el resto, pero siempre escuchándonos.
miércoles, 28 de marzo de 2018
De gaviotas
Las gaviotas vuelven a volotear tras de mi ventana desde hace algunos días. Aletean entre las cornizas de los edificios de la esquina de las calles Madison y Marcus Garvey. Planean hacia la cuarta esquina, la del área de juegos Raymond Bush, y alguna vuelve con un trozo de pan en la boca mientras otra se queja, detrás, con ese chillido tan de ellas que sabe tan a mar, tan a playa, tan al horizonte que es puerta de la lejanía. Y me hacen recordar ese dato duro enterrado por el hormigón de esta ciudad y su publicidad de rascacielos, que Nueva York es un puerto, es unas islas, es el primer rostro de la lejanía históricamente inmigrada, es esos resabios a sal que tiene el agua de mar en común con la incertidumbre de lo que aguarda adelante, pero la certeza de lo que se deja detrás.
Una mujer camina con dos niños pequeños de la mano, al costado del área de juegos, y las gaviotas los ignoran mientras ellos las miran y señalan con el dedo. Esos hijos de la civilización nunca han posado los ojos en las tierras - donde quiera que sea - a las que las gaviotas volaron durante el invierno. Pero la vista desde el cielo sí que la tienen, o eso es lo que creen. Porque esta ciudad eso te da, esa sensación de volar y de adueñarse y de tener derecho de y también de tener derecho sobre. "Si lo logras en Nueva York, lo logras en cualquier lado" se dice en los Estados Unidos. Joéputa, se dice en Colombia. Y joéputa digo yo a la frase estadounidense. Ya quiero verlos lograrlo en Ciudad Juárez después de Nueva York.
Las gaviotas lo saben, que no hay un lugar mejor que otro, sino que es el clima. Pero los hijos de la civilización tienen máquinas que hacen verano en sus casas cuando afuera es invierno e invierno en sus oficinas cuando afuera es verano. Creen que tienen la vista desde el cielo, porque tienen un mirador en el piso ochenta de donde nunca se tienen que mudar. Pero si la vista desde el cielo es verlo todo, todo sólo puede realmente ser visto, todo sólo demanda realmente nuestra atención cuando tenemos que responder a ello, cuando todo se nos cuela entre el plumaje. Y esas gaviotas que migran, esas hermosas gaviotas migrantes, han tenido que responder a todo, por eso lo han visto de verdad. Han sentido el frío de la urgencia y el calor de dejar el nido en nombre del mismo nido, sin artificios de climas imaginarios forzados sobre la realidad.
Y las gaviotas dejan mi pequeña calle de Brooklyn sin necesidad de pagar la tarifa del metro como haría yo. Cruzan el East River sin tener que tender unos puentes como los hijos de la civilización. Y si les da la gana, se posan en alguna ventana de esa gigantesca máquina del clima llamada Wall Street. Al interior de la cual otro hijo de la civilización las mira y las compadece. Creyéndose tan listo, so smart, hasta supone que es él quien de verdad tiene las alas, no por nada ha llegado hasta donde está. No siente la necesidad de compartir lo que ve con su vecino de oficina, no digamos, con el mundo por un texto de gaviotas; porque el mundo, para él, es ese texto de indicadores en su monitor. La vista desde el cielo es para él la danza de los diminutos brillos en verde, azul y rojo que hablan poco, en realidad, que no hablan ni saben su coreografía que es dictada por alguna tarjeta de verde con dorado como los anhelos de ese hijo de la civilización. Pero un día, esa tarjeta irá a dar a un vertedero de basura, donde una gaviota podría sentir curiosidad de su brillo y juguetearla con el pico, hasta ver cuán inútil es. La gaviota no sabe que esa pequeña urbe de circuitos podría darle el verano sin dejar Manhattan. Y si lo supiera, la destruiría. La destruiría porque para gozar ese verano virtual, tendría que quedarse en un adentro, en un interior, y no podría ya más volar. Y no sabría, al cabo de unos días, unos meses, unas generaciones, en qué interior se ha quedado. Si en el interior de unas paredes o en el interior de sus anhelos inexplorados que se pasaron a llamar necesidad de acumular.
A esta hora las gaviotas no volotean más tras de mi ventana, tal vez van camino del downtown o tal vez se fueron al Queens, donde debe haber alguien, un ser humano, que hable su idioma. Ahora me quedo con los ruidos del martillo hidráulico, de esa criatura infinita que se llama ambulancia de Nueva York, de esos autos de policía que no tienen marcas y se aparecen cuando los muchachitos negros de mi barrio se juntan por más de diez y hacen bulla y no dejan pasar a los autos. Si tuviera un don muscial podría, como Gerschwin, hallar la rapsodia entre esta danza macabra de hijos de la civilización, rapsodia que está allí, entre los márgenes, colándose por los resquicios de los planes que se trazan desde el monitor y explotando en la locura de las mentes más grandes de mi generación.
Y está muy allí esa rapsodia limítrofe, está en un anciano o una niña, o todo lo anterior, que espera a las gaviotas en Jackson Heigts o en el Bronx o en el Barrio, con mendrugos de pan que saben al final de un viaje que no termina de continuar. Y es justo en una de esas esquinas stop and frisk, que no se ven desde la ventana de la gran máquina del clima, que se siente que se ha llegado a algún lugar. Ne notoca, dan ganas de gritar, a sabiendas de que habrá respuesta en ese alebrije de puerto fenicio mediterráneo con red de caminos incas, que algo o alguien batirá unas alas, extenderá una espiritrompa o sólo mirará desde abajo de un turbante con esa media sonrisa de santidad antigua que sabe que los lugares no se extrañan por estar a cientos de kilómetros, sino que se llevan en el corazón. Y nadie exclamará, los labios seguirán cerrados, las manos seguirán cargando y empujando y comprando y tocando algún candombe himalayo, business as usual, the business of being alive. Salvo cuando la última flor caiga bajo la presión de un copo de nieve, porque entonces una gaviota y un ser humano dirán, ah, el clima, aquí está. Y lo verán, lo verán pro tenerlo enfrente en el monitor de la historia encarnada de la humanidad.
Lejos de las grandes salas de banderas y de traducción simultánea, los sueños se enhebran con las exhalaciones infantiles en el patio de recreo. Una sangre corre, porque la materia sólida de esta ciudad no puede ser prótesis de la certezas que se dejaron atrás. Y, por correr a borbotones por heridas que son la forma misma de la sociedad, fertiliza ese mestizaje tan de gaviotas llamado futuro.
Una mujer camina con dos niños pequeños de la mano, al costado del área de juegos, y las gaviotas los ignoran mientras ellos las miran y señalan con el dedo. Esos hijos de la civilización nunca han posado los ojos en las tierras - donde quiera que sea - a las que las gaviotas volaron durante el invierno. Pero la vista desde el cielo sí que la tienen, o eso es lo que creen. Porque esta ciudad eso te da, esa sensación de volar y de adueñarse y de tener derecho de y también de tener derecho sobre. "Si lo logras en Nueva York, lo logras en cualquier lado" se dice en los Estados Unidos. Joéputa, se dice en Colombia. Y joéputa digo yo a la frase estadounidense. Ya quiero verlos lograrlo en Ciudad Juárez después de Nueva York.
Las gaviotas lo saben, que no hay un lugar mejor que otro, sino que es el clima. Pero los hijos de la civilización tienen máquinas que hacen verano en sus casas cuando afuera es invierno e invierno en sus oficinas cuando afuera es verano. Creen que tienen la vista desde el cielo, porque tienen un mirador en el piso ochenta de donde nunca se tienen que mudar. Pero si la vista desde el cielo es verlo todo, todo sólo puede realmente ser visto, todo sólo demanda realmente nuestra atención cuando tenemos que responder a ello, cuando todo se nos cuela entre el plumaje. Y esas gaviotas que migran, esas hermosas gaviotas migrantes, han tenido que responder a todo, por eso lo han visto de verdad. Han sentido el frío de la urgencia y el calor de dejar el nido en nombre del mismo nido, sin artificios de climas imaginarios forzados sobre la realidad.
Y las gaviotas dejan mi pequeña calle de Brooklyn sin necesidad de pagar la tarifa del metro como haría yo. Cruzan el East River sin tener que tender unos puentes como los hijos de la civilización. Y si les da la gana, se posan en alguna ventana de esa gigantesca máquina del clima llamada Wall Street. Al interior de la cual otro hijo de la civilización las mira y las compadece. Creyéndose tan listo, so smart, hasta supone que es él quien de verdad tiene las alas, no por nada ha llegado hasta donde está. No siente la necesidad de compartir lo que ve con su vecino de oficina, no digamos, con el mundo por un texto de gaviotas; porque el mundo, para él, es ese texto de indicadores en su monitor. La vista desde el cielo es para él la danza de los diminutos brillos en verde, azul y rojo que hablan poco, en realidad, que no hablan ni saben su coreografía que es dictada por alguna tarjeta de verde con dorado como los anhelos de ese hijo de la civilización. Pero un día, esa tarjeta irá a dar a un vertedero de basura, donde una gaviota podría sentir curiosidad de su brillo y juguetearla con el pico, hasta ver cuán inútil es. La gaviota no sabe que esa pequeña urbe de circuitos podría darle el verano sin dejar Manhattan. Y si lo supiera, la destruiría. La destruiría porque para gozar ese verano virtual, tendría que quedarse en un adentro, en un interior, y no podría ya más volar. Y no sabría, al cabo de unos días, unos meses, unas generaciones, en qué interior se ha quedado. Si en el interior de unas paredes o en el interior de sus anhelos inexplorados que se pasaron a llamar necesidad de acumular.
A esta hora las gaviotas no volotean más tras de mi ventana, tal vez van camino del downtown o tal vez se fueron al Queens, donde debe haber alguien, un ser humano, que hable su idioma. Ahora me quedo con los ruidos del martillo hidráulico, de esa criatura infinita que se llama ambulancia de Nueva York, de esos autos de policía que no tienen marcas y se aparecen cuando los muchachitos negros de mi barrio se juntan por más de diez y hacen bulla y no dejan pasar a los autos. Si tuviera un don muscial podría, como Gerschwin, hallar la rapsodia entre esta danza macabra de hijos de la civilización, rapsodia que está allí, entre los márgenes, colándose por los resquicios de los planes que se trazan desde el monitor y explotando en la locura de las mentes más grandes de mi generación.
Y está muy allí esa rapsodia limítrofe, está en un anciano o una niña, o todo lo anterior, que espera a las gaviotas en Jackson Heigts o en el Bronx o en el Barrio, con mendrugos de pan que saben al final de un viaje que no termina de continuar. Y es justo en una de esas esquinas stop and frisk, que no se ven desde la ventana de la gran máquina del clima, que se siente que se ha llegado a algún lugar. Ne notoca, dan ganas de gritar, a sabiendas de que habrá respuesta en ese alebrije de puerto fenicio mediterráneo con red de caminos incas, que algo o alguien batirá unas alas, extenderá una espiritrompa o sólo mirará desde abajo de un turbante con esa media sonrisa de santidad antigua que sabe que los lugares no se extrañan por estar a cientos de kilómetros, sino que se llevan en el corazón. Y nadie exclamará, los labios seguirán cerrados, las manos seguirán cargando y empujando y comprando y tocando algún candombe himalayo, business as usual, the business of being alive. Salvo cuando la última flor caiga bajo la presión de un copo de nieve, porque entonces una gaviota y un ser humano dirán, ah, el clima, aquí está. Y lo verán, lo verán pro tenerlo enfrente en el monitor de la historia encarnada de la humanidad.
Lejos de las grandes salas de banderas y de traducción simultánea, los sueños se enhebran con las exhalaciones infantiles en el patio de recreo. Una sangre corre, porque la materia sólida de esta ciudad no puede ser prótesis de la certezas que se dejaron atrás. Y, por correr a borbotones por heridas que son la forma misma de la sociedad, fertiliza ese mestizaje tan de gaviotas llamado futuro.
Fragmento de Nueva York tomado de la no-publicidad. |
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