jueves, 23 de septiembre de 2021

Zoopolis

 

En la esquina de la 69 Street con Central Park West Avenue, un portero abre la puerta de un edificio residencial para que entre un pomeranian con collar incrustado de diamantes. Detrás, viene una mujer de unos sesenta años, vestida como si los diamantes del pomeranian fueran a penas lo que sale en un estornudo de su cartera. El perrito recibe el bocadillo que el portero saca de un jarrón de cristal colocado sobre el escritorio de recepción y luego camina sobre las lajas de mármol con pasos como pequeños brinquitos que se asemejan a los de un caballo al trote en las competencias de equitación.

No se dirigen a su apartamento, sino al área de la piscina. Durante el recorrido, el pomeranian mira pasar a los empleados del edificio. Reconoce a muchos, si no por nombre y rostro, por las funciones que cumplen allí. Están los guardias de seguridad, valet parking, choferes, porteros, las maids de limpieza, mayordomos y conserjes. Algunos de ellos le devuelven la mirada y le sonríen. Sabe que es un buen muchacho, desde que llegó allí se lo han dicho: la mujer de sesenta años, los almohadones de plumas que cada tercer día hace trizas para que le traigan uno de nuevos colores y texturas, el pequeño filete de salmón que desayuna todos los días y, claro, el collar de diamantes.

Al llegar a la piscina, la mujer de sesenta años entabla conversación con un hombre de saco rosado y mascada de jaguar al cuello. El hombre le sugiere la posibilidad de mudarse a otro edificio en la quinta avenida, donde tendría que pagar cincuenta mil dólares mensuales más de renta, pero los servicios disponibles, lo estarían durante las veinticuatro horas. Absorta en su plática, no se da cuenta de que el broche de vil alambre en el collar de diamantes se desabrochó y se soltó cuando el pomeranian salió corriendo detrás de una pelota del color de su nuevo almohadón.

El pomeranian perdió de vista la pelota entre el bosque de piernas debajo de una mesa del área de desayunos al fresco. Al salir de allí, por inercia, siguió a uno de los mayordomos. Entraron a un pasillo que tenía puertas conectando todos los lugares que el pomeranian conocía tan bien, todos esos servicios que en este edifico de apartamentos sólo estaban disponibles por dieciséis horas al día, la biblioteca, la sala de eventos, la sala de proyecciones y el billar. Finalmente entraron por una de estas puertas, que llevaba a un lugar desconocido para el pomeranian: la cocina del club. Al principio era emocionante estar allí, por los gritos, el sonido metálico de las sartenes, las llamaradas; se sintió como en las escenas de desembarco en el día D, las de aquellas películas que la mujer de sesenta años ponía para él en la pantalla HD colgada sobre su perruna cama en su perruna habitación. Pero, al cabo, la experiencia comenzó a volverse demasiado real: la gente se movía sin fijarse que iban a pisarlo, nadie escuchaba sus ladridos bajo los gritos del chef y, ocasionalmente, caían utensilios afilados o pesadas sartenes cerca de su cabeza.

Escapando de un carrito de pastelería, halló cobijo debajo de unos anaqueles con papas. Justo en el momento en que se asentaba en él el sentimiento de estar seguro y protegido, notó un movimiento en su costado derecho. Era el roce de otro pelaje, más duro y corto que el suyo, la respiración más agitada de un cuerpo que se intuía del mismo tamaño que el suyo, y luego el tacto de una extremidad como una lombriz, todo esto mientras el otro animal salía huyendo y se escabullía por un hueco en la pared.

El pomeranian se quedó como congelado por algunos momentos, sabía exactamente lo que eso había sido. Se acercó al agujero en la pared e intentó entrar. Tal vez ambos animales eran del mismo tamaño, pero a él le faltaba la flexibilidad. Tras mucho empujar con sus patitas traseras, quedó atascado en el agujero, pero alcanzó a asomar la cabeza al interior de la alacena, al otro lado del hueco. Allí las vio a todas y supo que había tenido razón, eran ratas. Había visto algunas en televisión, pero estas eran diferentes. Tenían olor - desagradable - tenían una manera de moverse para ir a algún lugar de su interés y no sólo para la pantalla de la televisión, tenían un modo desesperado de roer los costales de arroz y, en grupo y en su guarida, mostraban una seguridad en sí mismas que no se contradecía con lo ansioso en el frenesí de sus movimientos. Pero, más que nada, podían hacer lo que les diera la gana, conocían escondites y pasajes, sabían cómo robar comida y no necesitaban puertas ni una señora de sesenta años que los paseara por la ciudad. Por lo menos las ratas del televisor estaban encerradas, como él, en su habitación. Pero estas, le parecía, la ciudad era de ellas.

Su pequeño ladrido iracundo se escuchó en el pequeño interior de la alacena. Decenas de rostros alargados con dientes afilados voltearon a mirarlo. Se acercaban lentamente, mientras él seguía ladrando desde sus celos y, peor aún, desde el miedo de aceptar que sentía envidia del placer de roer sacos de arroz en la oscuridad. Cuanto más se acercaban, más ladraba. Las ratas no respondían, porque no les gusta discutir con animales que no conocen, pero se le acercaban con los breves pasos de sus patas como manos rematadas con garras intranquilas.


lunes, 4 de enero de 2021

De libros, antisistemas y colibrís

 

Mire usted qué chulada de foto, no me va a decir que no. Seguro a los educadores con aspiraciones críticas nos gusta particularmente, ahí, todo chulo, el poder la lectoescritura para cuestionar el sistema. La primera vez que la vi, lo primero que me saltó fue el asunto de la presión tremenda que soporta ese libro allí, solito, debajo de tanto ladrillo. Me recordó a algunas historias que conozco de profesoras que quisieron echar a andar estrategias innovadoras en sus aulas y se toparon con un muro ante las actitudes de colegas y directivos que las llevaron a renunciar.

Pero luego hubo otra cosa, algo que me incomodaba. Conforme las fotografías nos hacen un acercamiento al libro, podemos ver que ese espacio para perturbar el status quo, lo pudo tomar cualquier objeto. El artista pudo haber colocado una lata, pudo haber colocado un sartén e, incluso, pudo haber colocado otro ladrillo; lo importante es que el objeto empujara la coyuntura de los dos ladrillos superiores, que estuviera "fuera de lugar" o "mal acomodado". O pensémoslo del modo contrario, el artista pudo haber colocado un libro - que así fuera de Marx o Bakunin - si hubiera sido colocado en el lugar exacto de un ladrillo de la fila, habría cumplido la función de soportar el orden del muro como cualquier otro ladrillo.

Curiosamente, mi espíritu alfabetizador estaba más contento con esta segunda observación que con la primera. Cualquiera pensaría que el alfabetizador sería el primer defensor a capa y espada de la lectoescritura como herramienta política, en lugar de ponerse a fantasear que cualquier objeto podría sustituir a un libro, siempre que esté en la posición adecuada. Pero el asunto es justo ese, que quienes hemos convivido con personas analfabetas, sabemos que no les falta nada para cuestionar o para entender las cosas; les falta, sí, un cierto dominio sobre el alfabeto y las palabras que se construyen con él, pero eso no les hace más ni menos inteligentes que quienes sí lo tienen. Del mismo modo, tenemos aquél dichoso refrán que dice que 'lo doctor no quita lo pendejo', que nos habla de gente con un profundo dominio del alfabeto y las palabras escritas, y una nula capacidad para nada fuera de ello.

Mi ejemplo favorito es un guatemalteco que fue mi jefe cuando yo trabajaba en limpieza de hoteles en Nueva York, lo llamaré Manuel. Manuel venía a mí para pedir ayuda con cualquier asunto relacionado con letras escritas: instrucciones, contratos e incluso el uso de la tarjeta bancaria en la que le depositaban su salario. Con las cuentas escritas era muy hábil, pero además de los números y firmar su nombre, le resultaba casi imposible leer o escribir cualquier palabra. Un día, Manuel me platicaba sobre su relación con los managers de distintas empresas en que había trabajado, casi siempre gringos que no hablaban español. Resultó que la mayoría habían sido gente decente, salvo por uno, James, que era grosero, exigía más de lo sensato, limitaba los recursos, ensuciaba lo que Manuel y su equipo ya habían lavado, bueno, era una fichita el hijo de la chingada. 

Manuel aguantó los malos tratos durante unas semanas, por eso de la precariedad en que viven los latinos indocumentados en EUA, pero al cabo decidió que valía la pena cambiar las cosas. Un buen día le dijo a los 20 trabajadores que comandaba, que a la siguiente madrugada llegaran media hora antes del turno, pero que no se reunieran en el sitio de trabajo, sino que esperaran en una esquina a tres calles de allí. Quince minutos antes de comenzar la jornada, Manuel le llamó por teléfono al jefe de James, un mexicano-americano que sí hablaba español y le dijo "mira, le dije a mi gente que ya no venga a trabajar, todos están en su casa, porque ya no soportamos a James, así que renunciamos", el tono del asunto era "si James es tan chingón, pues que lo haga él y que él convenza a la gente de venir a trabajar". Manuel confiesa que no tenía idea de cómo respondería el jefe de James, pero el hecho es que era imposible en quince minutos reclutar un equipo de veinte personas especializadas en limpieza y que tuvieran limpio el restaurante para antes de la hora de apertura. Después de explicar los malos tratos de James, Manuel ofreció "mira, si quitan a James, puedo hacer que mi gente venga corriendo desde sus casas y se apresuren a limpiar el lugar, si no es que ya se consiguieron otro trabajo, y aún lo tendremos listo a la hora indicada". El jefe de James aceptó, Manuel le echó una llamada a sus chicos que estaban tomando café y comiendo donas a tres calles de allí, entraron al restaurante sólo cinco minutos después de lo usual, hicieron su trabajo como siempre y a James nunca lo volvieron a ver.

Allí está el muro, el status quo, el orden opresivo, siendo cuestionado y, más que cuestionado, transformado por un hombre que sólo sabía escribir su nombre. Trabajando en la limpieza de ese tipo de establecimientos, aprendí que una de las herramientas más importantes es la espátula. Así que en lugar de un libro, tenemos a la sencilla y delgada espátula, y coloquémosla enla base del muro, haciendo la presión adecuada sobre la coyuntura de los pesados ladrillos que tiene encima. También funciona.

No sé si prestaron atención, pero el libro de la foto es 'El Castillo' de Franz Kafka, famoso por ser uno de los libros de más difícil interpretación en el cannon de la literatura 'culta'. Parecería que el artista de esa foto nos sugiere todavía más, que para poder cuestionar al statu quo, no sólo hace falta saber leer y escribir, sino que hace falta dominar las metáforas oscuras y complejas de autores checos que nadie en esas cocina neoyorkinas conocía (bueno, ni el ñoño que escribe estas líneas entendió La Metamorfosis hasta que vio un video de YouTube explicándola) y entonces, a la luz de la historia de Manuel ¿no parece hasta pedante la propuesta del libro en el muro, quiero decir, académicamente pedante? Por cierto, no niego, repito, no niego el poder de muchas obras literarias para tener ese mismo efecto, ni niego el valor de los mundos que abre la lectoescritura. (Tendría que ser muy mamerto para tener un blog lleno de letras y salir con eso.)

Voy viendo que es momento de invocar al santo patrono de los alfabetizadores y de los educadores críticos, el jefe Freire. El método de alfabetización de Freire comienza con una cosa llamada círculo de cultura, que es disparado a partir de otra cosa llamada palabra generadora, todo esto es decir, una plática sobre un tema que sea relevante para la vida de las personas que están aprendiendo a escribir. Una vez que se ha charlado sobre esa palabra generadora, o ese tema central a la vida de estas personas, el alfabetizador enseña cómo se escribe esa palabra. En el método freireano, la vida cotidiana y colectiva viene antes que el momento escolar/docente/alfabético, porque es la vida de las personas lo que le da sentido a las letras, no al revés. Por esto es que Freire utiliza la expresión 'leer el mundo' para hablar de una capacidad de lectura que va más allá del lenguaje escrito y que no depende de este, es una capacidad de interpretar la vida misma, como hizo Manuel con el ámbito de la vida laboral.

El buen alfabetizador no pretende 'acabar' con el analfabetismo de sus estudiantes, llenando una especie de vacío ignorante con las letras que trae en su mochila alfabetizadora; sino que pretende utilizar las experiencias de vida (las 'lecturas del mundo') de sus estudiantes, para que la lectura alfabética cobre algún sentido. Es por esto que el libro del muro puede ser legítimamente sustituido por cualquier otro objeto, una espátula, un sartén, una cuchara de albañil, lo que sea. Esto no hace más ni menos al libro, ni a estos objetos, sólo nos recuerda que debemos olvidarnos de esa idea según la cual las letras son el único camino a una cultura 'liberadora' o 'crítica' o 'cuestionadora'. El punto es preguntarnos en qué relación ponemos los saberes escolares con la realidad que se vive en el día a día.



sábado, 29 de agosto de 2020

Mis cristoaventuras

 Cristo vino a mí y cambio mi vida. Esa es probablemente la última frase que, quien me conozca, esperaría escuchar de mis profanos labios. Soy un feliz ateo que a la pregunta de ¿por qué soy ateo? Respondo que porque me criaron católico. Pero hubo una ocasión, oh, hermanos míos, en que estuve así de cerquita.

Debía estar en sexto de primaria y mis papás, con bastante frecuencia, no podían ir por mi a la escuela debido a esa enfermedad del mundo adulto llamada trabajo, o laburo, en dialecto argentino. Cuando había lana, o pasta o plata, contrataban al señor del transporte escolar que nos montaba en una combi que iba más apretujada que las del transporte público, y nos daba un espacio fantástico que era una extensión de la escuela más allá de lo escolar, ibas con los compañeros, con los uniformes, pero sin maestras y con un adulto que iba más atento al camino y a entregar sus ruidosos paquetes, que a guardar una disciplina "pedagógica". En ese lindo limbo entre la escuela y la casa, desarrollábamos habilidades tan importantes como masticar papas fritas hasta tener una masa espesa en la boca, que luego sacábamos entre los labios formando un churrito, al tiempo que un compañero movía la mano junto a tu cabeza como girando una manivela, simulando una especie de máquina de puré de papas fritas que hacía a la mitad de la compañía renegar de asco y a la otra mitad, partirse de risa. Pero había veces que en la casa andábamos brujas (que en dialecto chilango quiere decir vacío de dinero) o alguna otra cosa, que no se podía lo del transporte escolar. Entonces le pedían a los papás, o jefes, de mis amiguitos que nos llevaran a su casa, donde comíamos y jugábamos y evitábamos hacer la tarea hasta que mis papás podían ir por mi.

Bueno, un día llegó a la escuela un niño migrado de tierras con nombres extraños, Ciudad de México y Guadalajara, que traía un defecto análogo a mi catolicismo, era cristiano. Nos hicimos amigos sin pensar demasiado en esos asuntos de las religiones, mismos que aún nos parecían muy naturales y no cuestionábamos del todo. En algunas ocasiones, mis padres le habrán pedido a los suyos que los apoyaran, o tiraran paro, recogiéndome de la escuela. Y pues resulta que a mi amigo lo pasaban a votar a los grupos juveniles de la iglesia y a mí, con él. Para mí era muy interesante, una experiencia casi antropológica, estos cristianos por lo menos sí leían su biblia y no la murmuraban de manera soporífera entre gritos admonitorios del infierno y del mal del pecado (mito que, afortunadamente, luego desenmascaré), pero, sobre todo, tenía un grupo de pares con quienes convivir por las tardes. Mi infancia fue en su mayoría muy solitaria, pasé muchas tardes en el pequeño negocio de mis papás, inhalando involuntariamente los solventes y tinturas que se utilizan en una imprenta y que alguna de sus propiedades estupefacientes habrá predispuesto mi joven mente al pensamiento teórico y filosófico que cuajó en mi peluda adolescencia.

Y bueno, pues así las cosas, que le agarré gusto a acompañar a mi amigo a la dichosa iglesia cristiana. Un día, o debo decir casi una noche, porque la luz ya se iba, a los líderes de la congregación les pareció buena idea mandarnos a evangelizar, o algo así. Aunque no recuerdo la instrucción precisa que nos hayan dado, el objetivo era volver con nuevas almas para el rebaño o, por lo menos, esparcir la buena nueva con suficiente fe como para que los desprevenidos peatones pudieran, tarde o temprano, sentir el llamado. Armados con unos trípticos que habrán impreso con el espíritu del cartucho de la impresora, porque no se veía ni madres, o casi nada, y nuestros pueriles rostros doceañeros, nos dejaron ir libres por las calles en parejas de dos y tríos de tres.

Hoy por hoy miro ese momento y supongo que debieron ser verdaderos creyentes, porque mira que dejar a un grupo de quince o veinte niños bastante menores de edad dispersarse en grupos pequeños por las calles para hablar con desconocidos, bueno, no se explica por otra cosa que mucha fe o mucha irresponsabilidad, o la particular mezcla de las dos juntas que es tan común. Total que salimos a realizar la obra y los otros cristianitos iban comentando a voces que volverían con ríos qué digo ríos, mares, qué digo mares, océanos de nuevas y felices almas que encontrarían por las calles, deseosas de ser convencidas.

Obvio valían pa puras madres, o casi no le logró el objetivo, pero eso mi amigo y yo no lo sabíamos. Caminábamos los dos por la colonia aledaña evitando peatones, porque la instrucción era ir con la gente que encontráramos, pero si nosotros casualmente cambiábamos de banqueta y la persona, oh, mala suerte, seguía caminando por la banqueta original en lugar de cambiar también para encontrarnos del otro lado, entonces se podía decir que, técnicamente, no habíamos encontrado a nadie. Pero conforme Tonatiuh descendía del cielo y diositocristojudáico lo miraba con celos por no poder ser el único dios sobre la faz de la tierra, yo me preocupaba por mi amigo que volvería a la iglesia sin haber convertido ni una sola alma, ni al alma de un perrito callejero. Así que tomé valor y le dije, con la voz de pito que todos tenemos a esa edad, que yo quería, que a mí me convirtiera.

El pobre se quedó de a cuatro, o de a seis o muy pinches confundido, y titubeante dijo que él suponía que entonces teníamos que hacer una oración. Y supongo que algo oramos y nos regresamos a a la iglesia donde ninguno de los otros mocosos había traído ni a una de las mil personas que prometieron llevar y, yo, que ya había hecho mi oración.

Y nada, que toda la siguiente semana no sabía cómo decirle a mis papás que era cristiano, o traía un pedo atravesado. En algún momento solté ante alguno de ellos un escueto y vozpitero, "creo que quiero ser cristiano". Eso ya les habrá asustado bastante, pero nada como la tarde que llegaron los papás de mi amigo, o le cayeron, con sendos libros de cristianismo que debían continuar la labor, o jale o talacha, que había empezado su hijo, o chilpayate. A mí ni me avisaron que estaban allí ellos, y supongo que a ellos les habrá caído el veinte al ver la jeta de mis rucos, que nanáis niguas con sus rollos. Igual dejaron unos libros con portada de nubecitas y yo los guardé en mi librero sin la más remota intención de leerlos.

Lo que sí pasó, fue que luego llegó una tía mía, mujer muy culta y formadora de lectores, que tenía rato que me prestaba sus libros más adecuados para niños y me regaló El Mundo de Sofía. Estuvo a toda madre, o muy chido, y fue mi primer puente para leer libros que hablaban de filosofía, o mariguanadas, y de historia y de sociología y de pedagogía, o profesiones poco rentables. Supongo que mis apases le habrán contado el asuntito y ella, que era más atea que el pinche diablo, habrá dicho, mejor que este niño sea chairo a que sea aleluyo. 

Y de ahí pal real, o desde aquel entonces, me clavé en esas onda y hasta terminé enseñándolas. ¿No fue a caso Cristo quien me enseñó el camino, aunque fuera !pal otro lado!?

Los caminos del señor son inescrotables.