En la esquina de la 69 Street con Central Park West Avenue, un portero abre la puerta de un edificio residencial para que entre un pomeranian con collar incrustado de diamantes. Detrás, viene una mujer de unos sesenta años, vestida como si los diamantes del pomeranian fueran a penas lo que sale en un estornudo de su cartera. El perrito recibe el bocadillo que el portero saca de un jarrón de cristal colocado sobre el escritorio de recepción y luego camina sobre las lajas de mármol con pasos como pequeños brinquitos que se asemejan a los de un caballo al trote en las competencias de equitación.
No se dirigen a su apartamento, sino al área de la piscina. Durante el recorrido, el pomeranian mira pasar a los empleados del edificio. Reconoce a muchos, si no por nombre y rostro, por las funciones que cumplen allí. Están los guardias de seguridad, valet parking, choferes, porteros, las maids de limpieza, mayordomos y conserjes. Algunos de ellos le devuelven la mirada y le sonríen. Sabe que es un buen muchacho, desde que llegó allí se lo han dicho: la mujer de sesenta años, los almohadones de plumas que cada tercer día hace trizas para que le traigan uno de nuevos colores y texturas, el pequeño filete de salmón que desayuna todos los días y, claro, el collar de diamantes.
Al llegar a la piscina, la mujer de sesenta años entabla conversación con un hombre de saco rosado y mascada de jaguar al cuello. El hombre le sugiere la posibilidad de mudarse a otro edificio en la quinta avenida, donde tendría que pagar cincuenta mil dólares mensuales más de renta, pero los servicios disponibles, lo estarían durante las veinticuatro horas. Absorta en su plática, no se da cuenta de que el broche de vil alambre en el collar de diamantes se desabrochó y se soltó cuando el pomeranian salió corriendo detrás de una pelota del color de su nuevo almohadón.
El pomeranian perdió de vista la pelota entre el bosque de piernas debajo de una mesa del área de desayunos al fresco. Al salir de allí, por inercia, siguió a uno de los mayordomos. Entraron a un pasillo que tenía puertas conectando todos los lugares que el pomeranian conocía tan bien, todos esos servicios que en este edifico de apartamentos sólo estaban disponibles por dieciséis horas al día, la biblioteca, la sala de eventos, la sala de proyecciones y el billar. Finalmente entraron por una de estas puertas, que llevaba a un lugar desconocido para el pomeranian: la cocina del club. Al principio era emocionante estar allí, por los gritos, el sonido metálico de las sartenes, las llamaradas; se sintió como en las escenas de desembarco en el día D, las de aquellas películas que la mujer de sesenta años ponía para él en la pantalla HD colgada sobre su perruna cama en su perruna habitación. Pero, al cabo, la experiencia comenzó a volverse demasiado real: la gente se movía sin fijarse que iban a pisarlo, nadie escuchaba sus ladridos bajo los gritos del chef y, ocasionalmente, caían utensilios afilados o pesadas sartenes cerca de su cabeza.
Escapando de un carrito de pastelería, halló cobijo debajo de unos anaqueles con papas. Justo en el momento en que se asentaba en él el sentimiento de estar seguro y protegido, notó un movimiento en su costado derecho. Era el roce de otro pelaje, más duro y corto que el suyo, la respiración más agitada de un cuerpo que se intuía del mismo tamaño que el suyo, y luego el tacto de una extremidad como una lombriz, todo esto mientras el otro animal salía huyendo y se escabullía por un hueco en la pared.
El pomeranian se quedó como congelado por algunos momentos, sabía exactamente lo que eso había sido. Se acercó al agujero en la pared e intentó entrar. Tal vez ambos animales eran del mismo tamaño, pero a él le faltaba la flexibilidad. Tras mucho empujar con sus patitas traseras, quedó atascado en el agujero, pero alcanzó a asomar la cabeza al interior de la alacena, al otro lado del hueco. Allí las vio a todas y supo que había tenido razón, eran ratas. Había visto algunas en televisión, pero estas eran diferentes. Tenían olor - desagradable - tenían una manera de moverse para ir a algún lugar de su interés y no sólo para la pantalla de la televisión, tenían un modo desesperado de roer los costales de arroz y, en grupo y en su guarida, mostraban una seguridad en sí mismas que no se contradecía con lo ansioso en el frenesí de sus movimientos. Pero, más que nada, podían hacer lo que les diera la gana, conocían escondites y pasajes, sabían cómo robar comida y no necesitaban puertas ni una señora de sesenta años que los paseara por la ciudad. Por lo menos las ratas del televisor estaban encerradas, como él, en su habitación. Pero estas, le parecía, la ciudad era de ellas.
Su pequeño ladrido iracundo se escuchó en el pequeño interior de la alacena. Decenas de rostros alargados con dientes afilados voltearon a mirarlo. Se acercaban lentamente, mientras él seguía ladrando desde sus celos y, peor aún, desde el miedo de aceptar que sentía envidia del placer de roer sacos de arroz en la oscuridad. Cuanto más se acercaban, más ladraba. Las ratas no respondían, porque no les gusta discutir con animales que no conocen, pero se le acercaban con los breves pasos de sus patas como manos rematadas con garras intranquilas.
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