sábado, 29 de agosto de 2020

Mis cristoaventuras

 Cristo vino a mí y cambio mi vida. Esa es probablemente la última frase que, quien me conozca, esperaría escuchar de mis profanos labios. Soy un feliz ateo que a la pregunta de ¿por qué soy ateo? Respondo que porque me criaron católico. Pero hubo una ocasión, oh, hermanos míos, en que estuve así de cerquita.

Debía estar en sexto de primaria y mis papás, con bastante frecuencia, no podían ir por mi a la escuela debido a esa enfermedad del mundo adulto llamada trabajo, o laburo, en dialecto argentino. Cuando había lana, o pasta o plata, contrataban al señor del transporte escolar que nos montaba en una combi que iba más apretujada que las del transporte público, y nos daba un espacio fantástico que era una extensión de la escuela más allá de lo escolar, ibas con los compañeros, con los uniformes, pero sin maestras y con un adulto que iba más atento al camino y a entregar sus ruidosos paquetes, que a guardar una disciplina "pedagógica". En ese lindo limbo entre la escuela y la casa, desarrollábamos habilidades tan importantes como masticar papas fritas hasta tener una masa espesa en la boca, que luego sacábamos entre los labios formando un churrito, al tiempo que un compañero movía la mano junto a tu cabeza como girando una manivela, simulando una especie de máquina de puré de papas fritas que hacía a la mitad de la compañía renegar de asco y a la otra mitad, partirse de risa. Pero había veces que en la casa andábamos brujas (que en dialecto chilango quiere decir vacío de dinero) o alguna otra cosa, que no se podía lo del transporte escolar. Entonces le pedían a los papás, o jefes, de mis amiguitos que nos llevaran a su casa, donde comíamos y jugábamos y evitábamos hacer la tarea hasta que mis papás podían ir por mi.

Bueno, un día llegó a la escuela un niño migrado de tierras con nombres extraños, Ciudad de México y Guadalajara, que traía un defecto análogo a mi catolicismo, era cristiano. Nos hicimos amigos sin pensar demasiado en esos asuntos de las religiones, mismos que aún nos parecían muy naturales y no cuestionábamos del todo. En algunas ocasiones, mis padres le habrán pedido a los suyos que los apoyaran, o tiraran paro, recogiéndome de la escuela. Y pues resulta que a mi amigo lo pasaban a votar a los grupos juveniles de la iglesia y a mí, con él. Para mí era muy interesante, una experiencia casi antropológica, estos cristianos por lo menos sí leían su biblia y no la murmuraban de manera soporífera entre gritos admonitorios del infierno y del mal del pecado (mito que, afortunadamente, luego desenmascaré), pero, sobre todo, tenía un grupo de pares con quienes convivir por las tardes. Mi infancia fue en su mayoría muy solitaria, pasé muchas tardes en el pequeño negocio de mis papás, inhalando involuntariamente los solventes y tinturas que se utilizan en una imprenta y que alguna de sus propiedades estupefacientes habrá predispuesto mi joven mente al pensamiento teórico y filosófico que cuajó en mi peluda adolescencia.

Y bueno, pues así las cosas, que le agarré gusto a acompañar a mi amigo a la dichosa iglesia cristiana. Un día, o debo decir casi una noche, porque la luz ya se iba, a los líderes de la congregación les pareció buena idea mandarnos a evangelizar, o algo así. Aunque no recuerdo la instrucción precisa que nos hayan dado, el objetivo era volver con nuevas almas para el rebaño o, por lo menos, esparcir la buena nueva con suficiente fe como para que los desprevenidos peatones pudieran, tarde o temprano, sentir el llamado. Armados con unos trípticos que habrán impreso con el espíritu del cartucho de la impresora, porque no se veía ni madres, o casi nada, y nuestros pueriles rostros doceañeros, nos dejaron ir libres por las calles en parejas de dos y tríos de tres.

Hoy por hoy miro ese momento y supongo que debieron ser verdaderos creyentes, porque mira que dejar a un grupo de quince o veinte niños bastante menores de edad dispersarse en grupos pequeños por las calles para hablar con desconocidos, bueno, no se explica por otra cosa que mucha fe o mucha irresponsabilidad, o la particular mezcla de las dos juntas que es tan común. Total que salimos a realizar la obra y los otros cristianitos iban comentando a voces que volverían con ríos qué digo ríos, mares, qué digo mares, océanos de nuevas y felices almas que encontrarían por las calles, deseosas de ser convencidas.

Obvio valían pa puras madres, o casi no le logró el objetivo, pero eso mi amigo y yo no lo sabíamos. Caminábamos los dos por la colonia aledaña evitando peatones, porque la instrucción era ir con la gente que encontráramos, pero si nosotros casualmente cambiábamos de banqueta y la persona, oh, mala suerte, seguía caminando por la banqueta original en lugar de cambiar también para encontrarnos del otro lado, entonces se podía decir que, técnicamente, no habíamos encontrado a nadie. Pero conforme Tonatiuh descendía del cielo y diositocristojudáico lo miraba con celos por no poder ser el único dios sobre la faz de la tierra, yo me preocupaba por mi amigo que volvería a la iglesia sin haber convertido ni una sola alma, ni al alma de un perrito callejero. Así que tomé valor y le dije, con la voz de pito que todos tenemos a esa edad, que yo quería, que a mí me convirtiera.

El pobre se quedó de a cuatro, o de a seis o muy pinches confundido, y titubeante dijo que él suponía que entonces teníamos que hacer una oración. Y supongo que algo oramos y nos regresamos a a la iglesia donde ninguno de los otros mocosos había traído ni a una de las mil personas que prometieron llevar y, yo, que ya había hecho mi oración.

Y nada, que toda la siguiente semana no sabía cómo decirle a mis papás que era cristiano, o traía un pedo atravesado. En algún momento solté ante alguno de ellos un escueto y vozpitero, "creo que quiero ser cristiano". Eso ya les habrá asustado bastante, pero nada como la tarde que llegaron los papás de mi amigo, o le cayeron, con sendos libros de cristianismo que debían continuar la labor, o jale o talacha, que había empezado su hijo, o chilpayate. A mí ni me avisaron que estaban allí ellos, y supongo que a ellos les habrá caído el veinte al ver la jeta de mis rucos, que nanáis niguas con sus rollos. Igual dejaron unos libros con portada de nubecitas y yo los guardé en mi librero sin la más remota intención de leerlos.

Lo que sí pasó, fue que luego llegó una tía mía, mujer muy culta y formadora de lectores, que tenía rato que me prestaba sus libros más adecuados para niños y me regaló El Mundo de Sofía. Estuvo a toda madre, o muy chido, y fue mi primer puente para leer libros que hablaban de filosofía, o mariguanadas, y de historia y de sociología y de pedagogía, o profesiones poco rentables. Supongo que mis apases le habrán contado el asuntito y ella, que era más atea que el pinche diablo, habrá dicho, mejor que este niño sea chairo a que sea aleluyo. 

Y de ahí pal real, o desde aquel entonces, me clavé en esas onda y hasta terminé enseñándolas. ¿No fue a caso Cristo quien me enseñó el camino, aunque fuera !pal otro lado!?

Los caminos del señor son inescrotables.

2 comentarios:

  1. ¡Wow! Que buen amigo era, uno hace lo que sea por ver felices a sus amigos, hasta cambiar de fe a veces.

    ResponderEliminar
  2. XD
    O pagarepagar zoom para el club.

    ResponderEliminar