Las lluvias de Junio traen vientos y gotas que golpean, con el ritmo y tono de los tipos de una máquina de escribir, a las hojas que los árboles estrenaron hace un par de meses. Suele pensarse que en las latitudes más norteñas, las hojas de los árboles sólo caen en otoño. Lo que pasa es que en otoño se caen todas juntas en un ejercicio de ingravidez sincronizada, es el movimiento de los colectivos cuando marcan el final de algo, como en la última estación del metro donde se bajan todos los pasajeros, como en el último día de una relación cuando se agolpan todos los recuerdos.
Pero durante la primavera y el verano, las hojas también caen, caen por el golpe mecanográfico de esas gotas de lluvia y por la ira de ese escritor que es el viento y que, cuando sopla sentimientos de fracaso, arranca las hojas de las ramas como del rodillo de una máquina de escribir, insatisfecho con el borrador de una historia que tendrá que escribir antes de llegar Septiembre.
Tras caer, quedan las hojas allí tendidas en la banqueta, mirando al cielo y a la rama donde algún retoño ya nace en el lugar que antes ocupaban - eso, si tuvieron la suerte de caer con los ojos hacia arriba - o descansan la mirada en el pavimento - si cayeron mirando hacia abajo - esperando que en un nuevo arranque, el viento les de la vuelta.
Tarde o temprano saldrá mi vecino, el señor Heartley, como lo hace cada tantos días con su escoba, a barrer esos fragmentos de historias de clorofila que antes fueron techo de una oruga, helipuerto de una mariposa, caricia de una ardilla o cama del rocío de la mañana y que ahora son compañeras de trinchera de la envoltura de un pastelillo, cobijo de un escarabajo y, al secarse, colegas de la orquesta de pequeñas y fricativas percusiones que crujen bajo los pies de cualquier caminante. Y cuando, por fin, sale el señor Heartley, su escoba las junta y las empujas hasta la jardinera de la que nace el viejo árbol frente a su puerta. Cuánta basura, piensa el señor Heartley mientras barre hojas y ramas y pétalos y desprevenidos ciempiés, cuánta basura.
El viento, de nuevo molesto, arremete por calle en dirección al señor Heartley. Se molestó porque alguien ha intercalado en su historia unos patéticos sustitutos de hojas que no debían de estar allí, que no respetan figuras retóricas, argumentos ni arcos narrativos, que no aceptan ser escritas ni re escritas; son espíritus de criaturas que habitaban debajo de la tierra hasta que fueron invocados por los sacerdotes del culto a la extracción. Frente al rostro de mi vecino, el viento sacude una bolsa de plástico con el logotipo del supermercado, la suspende por un segundo frente al rostro del anciano. Si el viento espera alguna disculpa, alguna nota de vergüenza por esa plástica interrupción, si ha asignado por un momento el papel de vocero de la humanidad al señor Heartley, no lo sé. Una bolsa, piensa mi vecino, sólo una bolsa que va pasando por allí.
Vuelve a barrer, cuánta basura.
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