Estoy parado en la punta norte del promenade de Brooklyn Heights, que es un paseo que corre por encima de la autopista vertical de seis carriles que rodea la costa de Brooklyn justo frente a la punta sur de Manhattan. Llegué aquí caminando desde la punta sur, muy juicioso, sin perderme nada, sin desdeñar un detalle. A pesar de los fríos vientos polares que soplan hasta las memorias de mi infancia y me dicen que no crecí aquí, me detuve a mirar las casas, los árboles, el río, los barcos y los helicópteros; respondiendo que ahora estoy aquí y ahora estoy creciendo. Me di tiempo de caminar sobre las bancas y hacer equilibrio en el filo de sus respaldos. También me asomé a la autopista e intenté escupir a los autos en el parabrisas – empresa fallida, soplaba mucho el viento. Alcé el rostro al sol como preguntándole cómo puede iluminar un cuerpo con tanta plenitud y no quitarle el frío. Pero, más que nada, procuré dejar que las ideas y las emociones fueran y vinieran por mi interior, diciéndome cuándo caminar más y cuándo detenerme. Y, al final, este fluir de mis interiores por el exterior, me llevó a la punta norte que es rematada por un pequeño parquecillo de forma circular.
Fin del fragmento.
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