La nieve sobre los volcanes era la oportunidad cotidiana
para la belleza. El camino a la escuela guardaba ese pequeño placer al doblar
la esquina que, siendo a penas la primera esquina desde la casa, ya abría un espacio entre
los edificios: el hueco de un terreno baldío que dejaba ver a Don Goyo y la
Iztaccihuatl. Ese instante de doblar la esquina era una parte fundamental del
ritual matutino, de él dependía el resto del trayecto. Si la vista valía la
pena, la consigna sería no quitarle los ojos a los gigantes. Si estaban
desnudos de agüita congelada, entonces a ver la ciudad pasar.
Ese momento de descubrimiento generaba un tipo particular de
expectativa. Hay expectativas como la del regreso de una persona querida que
está lejos. Adquieren fuerza conforme se acerca el momento del regreso, son
variables continuas in crescendo. No se trataba de una expectativa así.
Hay
expectativas como la de encontrarse a un amigo en la calle para matar el
aburrimiento. Por ser una cuestión de casualidad, no se alimentan con
esperanzas, sólo se mantiene consciencia de la posibilidad y una pequeña
disposición a la alegría por si el fortuito sucede. Sí había algo de esta
expectativa ligeramente indiferente, en especial en época de secas, cuando no
hay motivo para la nieve.
Hay expectativas que llegan con un vuelco al corazón,
como cuando en un día cualquiera te advierten que en casa han hecho de comer
algo delicioso y juegas en la mente con todas las posibilidades de comida
deliciosa concebibles. Son variables discretas repentinas. La expectativa de
los volcanes era de este tipo, no se cultivaba desde tiempo atrás, no surgía al
abrir la puerta de la cochera, ni durante el desayuno o el baño, surgía sólo en
el momento previo a doblar la esquina y podía estallar en sonrisa o extinguirse, según la voluntad del ciclo del agua.
La expectativa podía encontrarse con distintas circunstancias. La
decepcionante, no hallar los volcanes nevados. La más decepcionante, hallar los
volcanes con poca nieve. La anhelada, que la nieve llegara a la mitad de su
estatura. La más gozosa, una enorme falda de nieve cayendo hasta Paso de
Cortés. La sensual, hallar todo cubierto por nubes. Al ojo menos paciente la
capa de nubes le resultaría desesperante impedimento, pero al conocedor cauto
le garantizaba abundante nieve al día siguiente. Por eso era la posibilidad más erótica,
generaba ansiedad mientras durara el nublado, pero prometía el mejor clímax. Así
el camino a la escuela de una niñez en Cholula podía construirse en torno a
unos segundos de contemplación de la naturaleza.
Hay ciudades en las que desde algún punto es todavía posible
ver a sus guardianes que gritan con su tamaño, « ¡Eh! Niño, mira qué pequeño
eres, mira esta blancura, comienza el día sabiendo que hay algo más grande que
tú y tu pueblo y tu especie entera. Es la naturaleza, es el universo expresado en
la breve comunión de una mirada. » Esas ciudades por pura didáctica
geográfica enseñan humildad.
Hay ciudades en las que desde casi cualquier punto es
imposible ver más que su propia extensión, gritando con su tamaño, «¡Eh!
Naturaleza, mira qué fácil cedes, mira esta grisura, sobrevive el día sabiendo
que hay algo más grande que tú, tu evolución y todas tus especies. Es la
ambición humana, es el anverso de la inteligencia y la compasión. »
Esas ciudades, por pura quirúrgica de asfalto, le amputan el corazón a cualquiera.
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