martes, 18 de febrero de 2020
14 de Febrero
Catorce de Febrero, es una fecha que, supongo, se ha de escribir así con mayúsculas porque mueve muchas cosas. Como sea, fue viernes de salir de temprano, que es una alegría de los oficinistas. Los patrones que acceden a implementar cosas como esta o como el viernes de ropa casual, se sienten muy progresistas y abiertos, luego – los primeros días – los oficinistas sienten que se les ha concedido un favor y miran a sus jefes como los bebés miran a quien les trae una mamila, pero al paso de los meses y los años, los oficinistas se van convenciendo de que es un derecho laboral mínimo que es a duras penas suficiente para compensar otras miserias del capitalismo, y termina por parecerles un derecho ganado en alguna heroica revolución encorbatada. Antes se ganaban los derechos sociales y hoy nos conceden los viernes de salir temprano, ¿habremos olvidado cómo dejar un poquito nuestra individualidad en el nombre de una causa más grande? ¿Es la individualidad contradictoria a las cosas más importantes?
Libre, como francés tras la Bastilla, fui primero a la fuente de la Diana para tomarle una foto que poner en Instagram, porque estoy contento de haber vuelto a esta mugrosa ciudad – mi mugrosa ciudad – y los sentimientos que no se plasman en las redes, estos días, no estamos seguros de que existan.
Luego anduve hasta el barecito, ese que vi hace unos días mientras paseaba con una amiga. Me recordó a los bares de Nueva York – una de las pocas cosas que extraño de esa sobrevalorada ciudad. Tenía el letrero de cerveza Delirium Tremens, una cerveza malísima, carísima y con un elefante rosa por logotipo que, por algún motivo, era demasiado popular en la gran manzana. Además tenía los grifos de la cerveza de barril y los bancos altos en la barra y no sé qué más que se parecía mucho a los de allá. Así que entré y pedí una Stout, negra, fuerte, cremosa, con poca espuma para mi gusto. Al cabo, la acompañó una hamburguesa y unas páginas de Mark Twain.
Después del bar me dirigí al cafecito, ese en el que un pan y un café chico me salen en lo mismo que una comida corrida en un día normal. Pero ¿qué importa? Es día de salir temprano. Fue entonces que pensé en ti. Ayer fue Trece de Febrero – día que no mueve tanto, pero aquí es central – nos llevaste a cenar para adelantar el Catorce porque el mero Catorce no nos quedaba a ninguno de los dos, me llevaste chocolates y luego dijiste que habría un regalo mayor, que si podía adivinar lo que sería. Un libro, respondí. Te sorprendiste de que lo supiera y yo expliqué que sé cuánto me conoces. La verdad es que te vi revisar en tu celular el envío de paquetes de Gandhi, pero aún así las dos cosas son ciertas y me gusta cómo sonríes cuando digo algo del estilo de “sé cuánto me conoces”.
Ese Trece de Febrero es especialmente importante porque se hizo a petición tuya, tú me dijiste que querías un Catorce de Febrero en Trece. Eso había que aclararlo porque soy sabinero, de esos que escuchan la canción de “yo no quiero un amor civilizado” y “yo no quiero un catorce de febrero”. La verdad es que se trata menos de ser sabinero, o sea de escuchar al loco de Úbeda, y más de que tengo yo no sé qué dificultades internas que me impiden sentirme cómodo en estas fechas y celebraciones (hace años que me niego a festejar mis cumpleaños). Pero esta vez fui muy contento a nuestro Catrece de Febrero, porque me pediste algo que querías, a pesar de que sabías que a mí no me entusiasmaba, y me lo pediste de un modo en el que al principio de nuestra relación no nos hablábamos, dijiste lo que querías, lo dijiste con cariño y con intenciones claras. Antes me costaba tanto adivinar lo que querías y, cuando lo decías, salía ya abollado de frustración, molestia e inseguridad.
Llegué al cafecito, afuera una muchacha vendía flores y recordé que ayer quise comprarte una flor antes de vernos, pensaba comprarla a la hora de la comida, quería que fuera una flor naranja, de ser posible, con trazos rojos. Pero a la hora de la comida me invitaron a comer unos compañeros. Yo accedí y en lugar de dejarlos un poco antes o unírmeles un poco después para ir por la flor, estuve todo el tiempo con ellos. Ese tipo de relaciones me importan mucho, creo que esos momentos de la cotidianidad son fundamentales para construcción de relaciones sociales sólidas y hasta democráticas, indispensables en un trabajo que pretende tener un impacto social. Así que les dediqué todo el tiempo.
Tras salir del cafecito con mis ochenta pesos de consumo en las manos, la muchacha de las flores seguía allí. Me detuve a verla y, no sé cómo, terminé por preguntarme si soy egoísta. Catorce de Febrero y gasté bastante en mí. Ayer tú nos organizaste todo y yo no te tuve nada. Mañana voy a gastar otra buena cantidad en una de esas barberías hipsters donde te cobran un platal por usar su diseño de interiores para hacerte sentir que eres un rudo motoquero y luego venderte toallas con olor a manzanilla en la cara y maniquiur. Podría intentar agregar desagravantes, como que antes no solía hacer estos gastos (es la primera vez que tengo un sueldo decente y fijo) o que en Nueva York la pasé muy mal. Pero no hay nada que desagravar, porque no hay nada de malo en consentirme un poco. La pregunta, sin embargo, sigue en pie ¿soy egoísta? Podría, seguramente, consentirme a mí y consentirte a ti también.
Como, para bien y para mal, casi todo se me resbala, no pensé más en el asunto, seguí caminando hasta que la lluvia me hizo meterme al metro. Allí, quién sabe cuántos metros bajo la tierra, con una mano en el pasamanos y con la otra en el celular, como las más estereotípica imagen del godín de gran urbe, entró tu mensaje. Claro y al punto, como no me hablabas al principio de lo nuestro, como te tomó bastante esfuerzo hablarme, pero cuando lo lograste ganamos mucho en la relación. Claro y al punto me dijiste que habías esperado algo de mí el día de hoy, un mensaje, un chocolate, una flor. No era un reclamo, era comunicación.
Me dejaste pensando. Ser detallista, eso de ser detallista, como le decimos quienes habitamos este fragmento de existencia entre el Río Bravo y Guatemala. Antes lo fui, no creo que te hayan tocado esos tiempos, o bueno, ni te tocaron mucho ni lo fui tanto, pero sí que antes lo fui más. Lo dejé perder y aquí es importante la formulación de la frase, porque no lo perdí como quien, de repente, cae en cuenta de que no trae las llaves de casa; lo dejé, lo dejé perder, como si alguien un día sacara las llaves de su bolsillo un minuto, y al día siguiente, dos, y al siguiente, tres, para irse desacostumbrando a tenerlas guardadas, para tentar a la suerte y que un día de esos ya no estén más allí. Pero la analogía se quiebra, porque las cosas del corazón no son como los llaveros. Un llavero se perdería, pero las cosas del corazón, no. Si te propones dejarlas perder, un día meterás la mano al bolsillo y pensarás que ya no están allí, porque eso es lo que quieres pensar, aunque ellas siguen allí, sintiendo tu mano tocarlas y mirándote con extrañeza cuando las ignoras y ellas recuerdan cómo antes las querías tanto. Una vez que estás convencido de que se perdieron, tienes que explicar por qué tus dedos aún sienten algo cuando entran al bolsillo, así que inventas cosas.
Me inventé cosas. Inventé que no lo hacía, porque cuando lo haces, se enamoran de ti - que es parcialmente cierto - y cuando se enamoran de ti, se ilusionan - que es parcialmente cierto - y que no es bueno ilusionarse conmigo, porque al final siempre me elijo a mí, me voy al DF, me voy a Nueva York, priorizo mi trabajo o mis estudios ¿y para qué cultivar una decepción?
Vi esas cosas que me había inventado y me las quise creer por un momento. Que, de algún modo, esa falta de atenciones románticas es producto de un desajuste entre mi libertad y la naturaleza del estar en pareja. Pero me hablaste claro y al punto y no podría perderme en vaivenes de confusiones si me hablaste claro y al punto. Así que, claro y al punto, creo que quise dejar perder esos detalles que enamoran, no para evitar que se enamoraran de mí, sino que quise dejarlos para no enamorarme yo. No para ahorrarle la decepción a alguien más, sino para ahorrarme la decepción a mí. Porque crecí pensando que uno entrega su libertad ante la naturaleza del estar en pareja, pero cuando llegó el momento descubrí que no soy quien hace eso y el reto se vuelve aprender lo que no me enseñaron, entregarme a la vida en pareja del mismo modo en que me entrego a mi libertad. Y que una cosa, tarde o temprano, pondrá en jaque a la otra, pues sí, pero los modelos lineales nunca me gustaron.
No es disculpa, ni es una promesa de esas que se autoengañan, es comunicación; porque si me esfuerzo por hablarte de las cosas que antes no te hablaba, ganamos mucho.
martes, 1 de octubre de 2019
No Hay Entrada sin Salida
La vida nos presenta con toda clase de experiencias y placeres, ninguno de los cuales deben ser juzgados siempre que no dañen a alguien más. En mi caso, me presentó una experiencia derivada del placer de algún anónimo compañero de oficina. Este personaje que cruzó por mi vida revelándome que el cuerpo humano es capaz de muchas más cosas de las que yo había pensado, permanecerá siempre sin rostro en mi memoria. Sin rostro, pero con zapatos, que son casi lo único que atiné a ver, dos zapatos negros, mocasines formales de piel, de aquellos que se cierran con broche como de cinturón - por la calidad del calzado, probablemente los zapatos de alguien con un cargo directivo o alguien debajo de un cargo directivo, pero que se permite ciertos gastos. Sobre sus zapatos caía sin demasiada gracia, pero con naturalidad, un arremangado pantalón azul marino (¿o será más bien arrepiernado, ya que los pantalones no tienen mangas?) Todo lo demás se ocultaba - gracias a dios - detrás del cancel del cubículo del baño de la oficina. Una cosa más, junto al excusado, en el piso, descansaba una bolsa de la franquicia de hamburguesas Carl's Jr., una de esas bolsas grandes en las que te dan un paquete entero de comida para llevar.
Así lo vi al abrir la puerta del baño y me dirigí al cubículo de junto. Tome lugar en ese breve reducto de libertad godín, donde los oficinistas podemos usar el celular a placer, lejos de miradas indiscretas, y procedí a enterarme de los sucesos del mundo en el feisbuc. Desapareció el cuerpo de José José. Un vídeo de un gato vestido de pirata. La Guardia Nacional tuvo un enfrentamiento. Una imagen de Piolín con un corazón que subió alguna tía. El enfrentamiento de la Guardia Nacional fue con huachicoleros y tuvo dos heridos por un sonoro pedo del excusado de junto. Me detengo, corrijo, dos heridos por bala, pero con esas habilidades, el compañero del excusado de junto podría ser artillero de la Guardia. Bueno, ¿qué más me manda papá Zuckerberg? Otra queja porque Greta Thunberg es europea. Publicidad de un gimnasio. Maldito Zuckerberg, ayer hablaba de ese gimnasio con mis amigos y seguro me escuchaste por medio de mi propio celular. El carrito que salió volando de la Feria de Chapultepec. Publicidad de Coca Cola. Yo ni siquiera tomo Coca Cola ¿qué diablos, Zuckerberg? Un muy sonoro sorbido, como quien jala por un popote al beber de esos vasos de refresco que te dan en las franquicias de hamburguesas. Levanté la cabeza del celular. Otro sorbido. Sí, era mi vecino.
El sonido del líquido que el morador de los contiguos servicios sanitarios absorbía con entusiasmo, comenzó poco a poco a mezclarse con otro sonido de líquido, pero esta vez, no uno que es absorbido, sino uno que es expulsado. Un fluido que cae en libertad por unos pocos centímetros antes de incorporarse a la pequeña laguna que se forma en el cuenco de cerámica blanca debajo de las nalgas de oficinista desconocido. Vaya, pensé, es sabido que no se puede respirar mientras se sopla ni avanzar mientras se retrocede, los movimientos opuestos tienden a cancelarse, pero este hombre era capaz de ingerir líquidos al tiempo que los expulsa. Mi comprensión de la anatomía humana estaba siendo transformada.
Mis dedos volaron para buscar explicaciones en google, intenté buscando micción, músculos de la vejiga, cómo se absorbe por un popote, y cualquier otra cosa que me pudiera explicar si había una relación entre las partes del cuerpo que hacen una cosa y las que hacen otra. Pero antes de hallar respuesta, mis oídos convidaron más información sobre el territorio detrás de la frontera - ahí entendí la importancia de los radares en el espionaje - una mano removía en la bolsa que reposaba en el suelo con ese sonido seco de las bolsas de papel de estrasa. Después, un muy sutil crac, me reveló que la pesataña que mantenía cerrada una cajita de cartón acababa de desembonarse, luego vino el sonido de remover ese delgado papel plateado con el que cubren las hamburguesas para mantenerlas calientes y quedé expectante por unos segundos. El sonido de una mordida no es realmente perceptible detrás del cancel de un baño, así que no podría saber el momento en que el acto se concretara.
Teniendo en mente la regla de tres, donde dos parejas de números se comportan del mismo modo y una puede ser usada para predecir a la otra, decidí mover mis manos hacia mi regazo, como si yo también tuviera una cajita de Carl's Jr. abierta allí, tomar una ficticia hamburguesa y llevarla hasta mi boca: ejecutando el mismo comportamiento con una hamburguesa imaginaria, podía predecir el momento de la mordida. Claro que no sabía el ansia o el hambre que embargaran a mi vecino, llevándolo a un movimiento más lento o más ágil, pero no estuve tan perdido, pues a penas un segundo después de que yo mismo cerrara las mandíbulas sobre una buena bocanada de aire, escuché un fuerte, mmmmmmm. Así que la estaba disfrutando. Pero la cosa no terminó ahí. A penas un segundo después, escuché un sonido de los que no suelen describirse en las narraciones decentes, era el sonido de Willy al liberarse. De las distintas formas en las que nuestros intestinos pueden abrir compuertas y liberar su carga, hay algunas ocasionales maneras en las que la carga liberada es lo suficientemente pequeña para golpear la superficie del agua en lugar de deslizarse en ella con suavidad, pero lo suficientemente grande como para producir un sólido plop al ingresar. Eso fue lo que escuché.
Allí estaba, de nuevo, la paradoja, la singularidad, aquello que al ingresar expulsa, la correlación anatómica que yo creía imposible, expresada por segunda vez, ofreciendo confirmación a la evidencia empírica ya recolectada. El incógnito oficinista podía hacer ambas cosas a la vez. Entonces una revelación vino a mi mente, traída por los más inesperados arcángeles de la cognición: los aborígenes australianos y Michael Jackson. Quien haya presenciado a un miembro de aquella civilización australiana de edad incontable tocar ese instrumento de viento que se conoce como didgeridoo o yidaki, habrá notado que un solo músico lo puede soplar sin parar por muy largo tiempo, hasta entrar en trance y hacer lo mismo con sus oyentes. Puede soplar sin detenerse, no porque guarde mucho aire en sus pulmones, sino porque utiliza la técnica de la respiración circular, que le permite soplar mientras respira, creando un flujo ininterrumpido que lo acerca a la experiencia mística. ¿Y Jackson? Pues el moon walk, al hacerlo, podía retroceder mientras avanzaba. Algunos maestros de ciertas artes pueden lograr coordinar los movimientos aparentemente opuestos. Y allí, junto a mí, practicaba sus artes el aborigen de la deglución, el Michael Jackson del movimiento intestinal, la síntesis más extraña de una escena de Buñuel.
Naturalmente terminé antes que él. Pasé al lavamanos y eché una última ojeada a esos zapatos y a la discreta bolsa con una estrellita amarilla. Salí a la oficina con una nueva experiencia, abierto a cualquier posibilidad, a que la luz sea onda y partícula, a que las galaxias del Grupo Local colisionen a pesar de la expansión del espacio-tiempo, a que razón y emoción sean parte de un mismo proceso y quién sabe cuántas más cosas. Las entrañas de ese hombre eran el fin de las dicotomías.
Así lo vi al abrir la puerta del baño y me dirigí al cubículo de junto. Tome lugar en ese breve reducto de libertad godín, donde los oficinistas podemos usar el celular a placer, lejos de miradas indiscretas, y procedí a enterarme de los sucesos del mundo en el feisbuc. Desapareció el cuerpo de José José. Un vídeo de un gato vestido de pirata. La Guardia Nacional tuvo un enfrentamiento. Una imagen de Piolín con un corazón que subió alguna tía. El enfrentamiento de la Guardia Nacional fue con huachicoleros y tuvo dos heridos por un sonoro pedo del excusado de junto. Me detengo, corrijo, dos heridos por bala, pero con esas habilidades, el compañero del excusado de junto podría ser artillero de la Guardia. Bueno, ¿qué más me manda papá Zuckerberg? Otra queja porque Greta Thunberg es europea. Publicidad de un gimnasio. Maldito Zuckerberg, ayer hablaba de ese gimnasio con mis amigos y seguro me escuchaste por medio de mi propio celular. El carrito que salió volando de la Feria de Chapultepec. Publicidad de Coca Cola. Yo ni siquiera tomo Coca Cola ¿qué diablos, Zuckerberg? Un muy sonoro sorbido, como quien jala por un popote al beber de esos vasos de refresco que te dan en las franquicias de hamburguesas. Levanté la cabeza del celular. Otro sorbido. Sí, era mi vecino.
El sonido del líquido que el morador de los contiguos servicios sanitarios absorbía con entusiasmo, comenzó poco a poco a mezclarse con otro sonido de líquido, pero esta vez, no uno que es absorbido, sino uno que es expulsado. Un fluido que cae en libertad por unos pocos centímetros antes de incorporarse a la pequeña laguna que se forma en el cuenco de cerámica blanca debajo de las nalgas de oficinista desconocido. Vaya, pensé, es sabido que no se puede respirar mientras se sopla ni avanzar mientras se retrocede, los movimientos opuestos tienden a cancelarse, pero este hombre era capaz de ingerir líquidos al tiempo que los expulsa. Mi comprensión de la anatomía humana estaba siendo transformada.
Mis dedos volaron para buscar explicaciones en google, intenté buscando micción, músculos de la vejiga, cómo se absorbe por un popote, y cualquier otra cosa que me pudiera explicar si había una relación entre las partes del cuerpo que hacen una cosa y las que hacen otra. Pero antes de hallar respuesta, mis oídos convidaron más información sobre el territorio detrás de la frontera - ahí entendí la importancia de los radares en el espionaje - una mano removía en la bolsa que reposaba en el suelo con ese sonido seco de las bolsas de papel de estrasa. Después, un muy sutil crac, me reveló que la pesataña que mantenía cerrada una cajita de cartón acababa de desembonarse, luego vino el sonido de remover ese delgado papel plateado con el que cubren las hamburguesas para mantenerlas calientes y quedé expectante por unos segundos. El sonido de una mordida no es realmente perceptible detrás del cancel de un baño, así que no podría saber el momento en que el acto se concretara.
Teniendo en mente la regla de tres, donde dos parejas de números se comportan del mismo modo y una puede ser usada para predecir a la otra, decidí mover mis manos hacia mi regazo, como si yo también tuviera una cajita de Carl's Jr. abierta allí, tomar una ficticia hamburguesa y llevarla hasta mi boca: ejecutando el mismo comportamiento con una hamburguesa imaginaria, podía predecir el momento de la mordida. Claro que no sabía el ansia o el hambre que embargaran a mi vecino, llevándolo a un movimiento más lento o más ágil, pero no estuve tan perdido, pues a penas un segundo después de que yo mismo cerrara las mandíbulas sobre una buena bocanada de aire, escuché un fuerte, mmmmmmm. Así que la estaba disfrutando. Pero la cosa no terminó ahí. A penas un segundo después, escuché un sonido de los que no suelen describirse en las narraciones decentes, era el sonido de Willy al liberarse. De las distintas formas en las que nuestros intestinos pueden abrir compuertas y liberar su carga, hay algunas ocasionales maneras en las que la carga liberada es lo suficientemente pequeña para golpear la superficie del agua en lugar de deslizarse en ella con suavidad, pero lo suficientemente grande como para producir un sólido plop al ingresar. Eso fue lo que escuché.
Allí estaba, de nuevo, la paradoja, la singularidad, aquello que al ingresar expulsa, la correlación anatómica que yo creía imposible, expresada por segunda vez, ofreciendo confirmación a la evidencia empírica ya recolectada. El incógnito oficinista podía hacer ambas cosas a la vez. Entonces una revelación vino a mi mente, traída por los más inesperados arcángeles de la cognición: los aborígenes australianos y Michael Jackson. Quien haya presenciado a un miembro de aquella civilización australiana de edad incontable tocar ese instrumento de viento que se conoce como didgeridoo o yidaki, habrá notado que un solo músico lo puede soplar sin parar por muy largo tiempo, hasta entrar en trance y hacer lo mismo con sus oyentes. Puede soplar sin detenerse, no porque guarde mucho aire en sus pulmones, sino porque utiliza la técnica de la respiración circular, que le permite soplar mientras respira, creando un flujo ininterrumpido que lo acerca a la experiencia mística. ¿Y Jackson? Pues el moon walk, al hacerlo, podía retroceder mientras avanzaba. Algunos maestros de ciertas artes pueden lograr coordinar los movimientos aparentemente opuestos. Y allí, junto a mí, practicaba sus artes el aborigen de la deglución, el Michael Jackson del movimiento intestinal, la síntesis más extraña de una escena de Buñuel.
Naturalmente terminé antes que él. Pasé al lavamanos y eché una última ojeada a esos zapatos y a la discreta bolsa con una estrellita amarilla. Salí a la oficina con una nueva experiencia, abierto a cualquier posibilidad, a que la luz sea onda y partícula, a que las galaxias del Grupo Local colisionen a pesar de la expansión del espacio-tiempo, a que razón y emoción sean parte de un mismo proceso y quién sabe cuántas más cosas. Las entrañas de ese hombre eran el fin de las dicotomías.
jueves, 5 de septiembre de 2019
El Pelaje Húmedo
Pasa de media noche cuando cabeceas. Caes en cuenta de que ya has visto más de quince videos de gente que deja pequeños objetos en los rieles del tren para que los aplasten las ruedas. Sabes que has llegado demasiado lejos, caído demasiado bajo, has entrado en ese ciclo en el que surfeas de contenido en contenido sin nunca sentir satisfacción ni completo aburrimiento. Además, durante los breves instantes del cabeceo tuviste alguna especie de sueño ¿o alucinación? Tu cuerpo se sentía cubierto de pelaje húmedo. Haces un esfuerzo y cierras la lap top, te pones la pijama y apagas la luz. Antes de volver a la cama te cercioras de que el seguro de la puerta esté puesto, no es que nadie fuera a entrar a tu habitación - tal vez tu hermana para despertarte por la mañana y convencerte de ir a desayunar gorditas - pero adquiriste la costumbre cuando vivías en los EUA y la aparición de un asesino serial parecía algo cercano. O el gato, piensas. Que cada madrugada rasca tu puerta y maúlla, maúlla tan fuerte que a veces parece que traspasó la puerta.
Vas a la cama, pero después de una hora, no logras dormir. Los mosquitos. Pero si te tapas hasta la cabeza para evitarlos, te da mucho calor. Si sacas un pie por debajo de la cobija, mejora un poco, pero después los mosquitos de nuevo. Tras las vigésima vuelta en la cama, se escucha un maullido lejano, ¿vendrá temprano el gato? Y se te mete a la cabeza la idea de salir por la ventana y dormir en la azotea, podrías traer tus cobijas, taparte por completo y el fresco de la noche compensaría el calor de estar completamente bajo la cobija. ¿Qué más da? Hola azotea.
Fue buena idea, logras dormir de inmediato. El sueño es bueno hasta unos minutos antes del amanecer, cuando se suelta una buena lluvia de temporada: sin avisar y como si vaciaran el mar sobre la ciudad.Te pones en pie cubriéndote con la cobija como si no estuvieras ya chorreando y caminas hacia la ventana de tu habitación. El trecho es corto, pero la cobija se hace más y más pesada, hasta que te impide caminar, piensas que es absurdo y la dejas caer, pero en ese momento resbalas.
Abres los ojos de nuevo y tu cuerpo yace de costado a unos centímetros del borde de la azotea, la cabeza te duele mucho, debiste golpear duro al caer. Te levantas a cuatro patas y así gateas hasta la ventana. Está cerrada. No es que la haya cerrado el viento y baste con que jales el borde con la punta de los dedos. Está cerrada, cerrada. Alguien le puso el pasador por dentro. Rascas el vidrio con tus patas delanteras y maúllas de un modo que más bien recuerda a una corneta desafinada, es un maullido de principiante.
Al interior de la habitación un cuerpo se agita en la cama, eres tú. Miras tu propio cuerpo asomar la cabeza por debajo de la cobija y mirar hacia la ventana con un par de ojos felinos que ignoran el chaparrón que moja el pelaje que cubre tu cuerpo, que ignoran tus maullidos que mejoran poco a poco con el uso, que ignoran que dejaste la puerta con seguro para que nadie entrara y que ignoran que esa es tu cama. Tras mirarte sin demasiado interés, los ojos felinos se cierran y continúan durmiendo. Brincas hasta el árbol y bajas por el tronco para refugiarte en la cochera.
Sabes que cuando amanezca, alguien saldrá a poner tu comida en un plato junto al del perro y tú irás a comerla. Unas horas después, tu hermana saldrá a desayunar gorditas, la verás pasar acompañada de ese cuerpo que solía ser tuyo y que ahora tiene ojos de gato. Pero no te importará, porque ya no entenderás de razones de humanos. Sólo maullarás y mirarás al perro con tedio.
Vas a la cama, pero después de una hora, no logras dormir. Los mosquitos. Pero si te tapas hasta la cabeza para evitarlos, te da mucho calor. Si sacas un pie por debajo de la cobija, mejora un poco, pero después los mosquitos de nuevo. Tras las vigésima vuelta en la cama, se escucha un maullido lejano, ¿vendrá temprano el gato? Y se te mete a la cabeza la idea de salir por la ventana y dormir en la azotea, podrías traer tus cobijas, taparte por completo y el fresco de la noche compensaría el calor de estar completamente bajo la cobija. ¿Qué más da? Hola azotea.
Fue buena idea, logras dormir de inmediato. El sueño es bueno hasta unos minutos antes del amanecer, cuando se suelta una buena lluvia de temporada: sin avisar y como si vaciaran el mar sobre la ciudad.Te pones en pie cubriéndote con la cobija como si no estuvieras ya chorreando y caminas hacia la ventana de tu habitación. El trecho es corto, pero la cobija se hace más y más pesada, hasta que te impide caminar, piensas que es absurdo y la dejas caer, pero en ese momento resbalas.
Abres los ojos de nuevo y tu cuerpo yace de costado a unos centímetros del borde de la azotea, la cabeza te duele mucho, debiste golpear duro al caer. Te levantas a cuatro patas y así gateas hasta la ventana. Está cerrada. No es que la haya cerrado el viento y baste con que jales el borde con la punta de los dedos. Está cerrada, cerrada. Alguien le puso el pasador por dentro. Rascas el vidrio con tus patas delanteras y maúllas de un modo que más bien recuerda a una corneta desafinada, es un maullido de principiante.
Al interior de la habitación un cuerpo se agita en la cama, eres tú. Miras tu propio cuerpo asomar la cabeza por debajo de la cobija y mirar hacia la ventana con un par de ojos felinos que ignoran el chaparrón que moja el pelaje que cubre tu cuerpo, que ignoran tus maullidos que mejoran poco a poco con el uso, que ignoran que dejaste la puerta con seguro para que nadie entrara y que ignoran que esa es tu cama. Tras mirarte sin demasiado interés, los ojos felinos se cierran y continúan durmiendo. Brincas hasta el árbol y bajas por el tronco para refugiarte en la cochera.
Sabes que cuando amanezca, alguien saldrá a poner tu comida en un plato junto al del perro y tú irás a comerla. Unas horas después, tu hermana saldrá a desayunar gorditas, la verás pasar acompañada de ese cuerpo que solía ser tuyo y que ahora tiene ojos de gato. Pero no te importará, porque ya no entenderás de razones de humanos. Sólo maullarás y mirarás al perro con tedio.
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